lunes, 24 de noviembre de 2014

El crimen del Estrella del Mar, Joseph O'Connor

           


Capítulo XV
El padre y su hijo

                 Observó como su hijo se marchaba del camarote con paso desgarbado. Era demasiado tarde para volver a dormir. Sentía en su corazón el dolor de la compasión. Sus hijos habían heredado su propensión a los terrores nocturnos. Bien podía ser toda su herencia.
                    Levantándose de su litera, Marritidith se puso una bata, anduvo melancólicamente a pasos quedos hacia la cerrada portilla, y con un crujido la abrió a la luz del día. El vasto cielo era del color de unas gachas del día anterior, pero veteado de nubes de color violeta y naranja; alguna, pálidas y rasgadas y teñidas de negro; otras, moteadas como una piel de leopardo vieja. En la cubierta principal, dos marineros negros estaban acurrucados junto a un brasero y compartían un tazón. El marajá paseaba cerca del castillo de proa acompañado de su mayordomo. Por su parte, aquel pobre individuo del pie zopo andaba cojeando arriba y abajo, golpeándose los brazos contra el cuerpo para mantener el calor. Sintió como una especie de alivio ante la normalidad de todo. Es extraño las cosas de las que obtenemos nuestros consuelos.

            Joseph O'Connor, El crimen del Estrella del Mar, Barcelona, Seix Barral, 2005, página191. Seleccionado por Pablo Galindo Cano. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.

El labrador, Escena V, Menandro

                                                 Daos, Siro, Mírrina, Fílina
                  (Entra Daos, seguido de Siro, ambos cargados con flores.)
                 DAOS. - Creo que nadie cultiva un campo más divino, pues produce mirto, hermosa hiedra, toda esta cantidad de flores y lo demás, si uno lo siembra, lo devuelve exacta y cumplidamente en la misma medida, ni más ni menos. (Reposa su carga. A Siro.) No obstante, Siro, llévate todo lo que traemos, todo esto sirve para la boda. (A Mírrina.) Muy buenos días, Mírrina.
                 MÍRRINA. - Buenos días.
              DAOS. -  No te había visto, noble y honrada mujer. ¿Qué tal te va? Quiero que tú seas las primera en gustar de buenas noticias -al habértelas contado yo el primero-, más aún, de hechos que, si los dioses quieren, van a producirse. Pues Cleeneto, con el que trabaja tu chico, hace unos días, mientras estaba cavando en la viña, se hizo un buen corte en una pierna.
                 MÍRR. - ¡Desdichada de mí!
            DAOS. - Ten valor. Escúchame hasta el final. Pero cuando llegó el tercer día, le salió al viejo un tumor de la herida, le dio mucha fiebre y se encontraba muy mal.
                  FÍL. - ¡Vete a paseo! ¡Qué noticias tan buenas vienes a traer!
                  MÍRR. - ¡Cállate, vieja!
                  DAOS. - Necesitaba entonces que alguien lo cuidara, los esclavos y bárbaros con los que él vive, le echaron todos mil maldiciones, pero tú hijo, considerándolo como si fuera su propio padre, le procuró todo lo que hacía falta, le dio ungüentos, masajes, lo lavó, le traía de comer, le daba ánimos, volvió a ponerlo de pie con sus cuidados, aunque parecía que estaba muy mal.
                 MÍRR. - ¡Hijo querido!
                DAOS. - Sí, por Zeus, de verdad que lo hizo bien. Porque, mientras el viejo se recuperaba en casa y recobraba la tranquilidad apartado del azadón y las fatigas -qué tozudo es el viejo por la vida que lleva-, preguntaba por todas las cosas del muchacho, quizá sin ignorar del todo quién es. El chico, en sus conversaciones, aludió a su hermana y a ti... sintió simpatía y pensó que tenía que corresponder, con toda razón, en agradecimiento de su desvelo. Se mostró sensato para ser un hombre solo y viejo, pues prometió casarse con tu hija. Éste es el resumen de toda la historia. Enseguida llegarán aquí y se volverán a la finca con ella. Dejad de luchar con la miseria, monstruo irreprimible e intratable, y sobre todo en la ciudad, porque o hay que ser rico o vivir de forma que no haya demasiados testigos que vean la desdicha. Por esto es preferible el campo y la soledad. Quería darte estas buenas noticias. !Mucha salud! (Vase.)
                        MÍRR. - A ti también.
                   
                    
Menandro, Comedias, El labrador, Escena V, Madrid, Editorial Gredos, Colección Biblioteca Básica Gredos, 1986, págs 121-122-123, Seleccionado por Rosa María Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.

Eneida, Virgilio

Ataque al campamento troyano
Consternación en el campamento de turno.
                                                                 Dolor de los troyano
     Vencedores de los rútulos se adueñan del botín y los despojos
     y trasladan llorando a Volcente sin vida al campamento.
     Y ni es menor el duelo al encontrarse exánime a Ramnete.
     y a tantos otros jefes, víctimas todos ellos del degüello común, aquí a Serrano,
     a Numa allí. Se agolpan en enorme tropel ante los cuerpos ya sin vida
     o a punto de expirar, ante la tierra tibia de las muertes recientes todavía,
     el espledente yelmo de Mesapo y el tahalí que con tantos sudores recobraron.
     La aurora, abandonando el lecho azafranado el lecho azafranado de Titono, ya empezaba a esparcir
     su fresca claridad sobre la tierra. Ya iba el sol derramando sus rayos,
     ya el día descorría el velo de las cosas, cuando Turno en persona,
     ceñida la armadura, va llamando a sus hombres a las armas. Y a cada jefe forma
     con sus líneas de bronce su frente de batalla. Y enardece los ánimos
     con distintas arengas. Aún más 








Virgilio, Eneida, MAdrid, Edit.Gredos, col.Biblioteca Básica de Gredos, página 277.
Seleccionado por Lucía Pintor del Mazo.

Robert Louis Stevenson, La flecha negra




Libro Primero Los dos Mozalbetes

Capítulo 1: En la posada del sol, en Kettley

      
          Aquella noche pasáronla sir Daniel y sus hombres en Kettley, cómodamente acuartelados y bien patrullados. Mas el caballero de Tunstall era uno de esos hombres que jamás ven satisfecha su avaricia, y aun en este momento, a punto de empeñarse en un aventura que no sabía si había de favorecerle o perjudiciarle, ya estaba levantado, a la una de la madrugada, dispuesto a esquilmar a sus pobres vecino. Su tráfico consistía principalmente en las herencias en litigio; su método era comprar los derechos del demandante menos provisto de razón, y luego, ganando la voluntad de los que gozaban del favor del rey, procurábase injustas  sentencias a favor suyo; o, si eso era andarse en demasiados rodeos, apoderábase de la mansión disputada por la fuerza de las armas, confiando en su influencia y en las marrullerías de sir Olivero para burlar la ley, a fin de conservar lo que había arrebatado. Kettley era uno de semejantes lugares; recientemente había caído en sus garras, y todavía luchaba con la oposición de sus arrendatarios; por tal motivo, para intimidar a los descontentos, hubo de conducir allí a sus tropas.
           Serían las dos de la madrugada cuando sir Daniel hallábase sentado en su habitación de la posada al amor de la lumbre, ya que a aquella hora era intenso el frío en los marjales de Kettley. Tenía a la mano un jarro de cerveza sazonada con especias; habíase despojado de su yelmo y mostraba su cabeza salva, en tanto apoyaba su rostro enjuto y oscuro sobre la mano, conservando envuelto su cuerpo en una capa de color sangriento.



    Robert Louis Stevenson, La flecha negraMadrid, Alfaguara, 1996, páginas 31 y 32. Seleccionado por Guillermo Arjona Fernández. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.

El nacimiento de Cupido, Eugenio Fuentes Pulido.

      En realidad, toda la culpa la habían tenido los gallegos el día que decidieron introducir nuevos modos de contrabando en las rías. El tabaco americano y búlgaro dejaba pocas ganancias y pensaron que un simple agiotaje, de más valor y menos calderilla, de menos paja y más grano, los enriquecería rápidamente. Sin pudor, habían puesto su infraestructura y sus tradiciones vías de contrabando al servicio de la droga, hachís y coca fundamentalmente. La seculares rutas del desembarco nocturno de los grandes bultos de cartones pasaron a ser vías de entrada para fardos más pequeños, pero mucho más valiosos. Desaparecieron las hebras marrones y en su lugar se derramaba sobre el agua, cuando el helicóptero de Aduanas aparecía con sus reflectores o cuando se oía el potente motor de las zodiacs de la Guardia Civil -nunca tan rápidas como las planeadoras que ellos utilizaban-,un polvo blanco y suave o una pasta verdosa de la que hasta la más golosas merluzas huían como de un anzuelo.
      El miedo de Madrid a estos nuevos métodos, al peligro potencial que esta metamorfosis suponía, había disparado la alarma en toda la frontera occidental. Y así, nos habían sorprendido inermes aquella noche, trescientos quilómetros (sic.) más abajo de los prestigios, el camión lleno hasta reventar de cartones frente a las metralletas con una bala inquieta en la recámara,  los focos encendidos como en un decorado y los perros ladrando con una furia nacida de la decepción de no oler los olores para cuya detección habían sido adiestrados.


Eugenio Fuentes Pulido, El nacimiento de cupido, Sevilla, Editorial Muñoz Moya y Montraveta, 1993, pág. 13 y 14. Seleccionado por: Nuria Muñoz Flores. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015




EL LIBRO DE LAS TIERRAS VÍRGENES, Rudyard Kipling

                                             ¡TIGRE! ¡TIGRE!



     ¿Cómo ha ido la caza, audaz cazador?
     Hermano, frío y largo ha sido el acecho.
     ¿Y qué tal la presa que fuiste a matar?
     Hermano, todavía pace por la selva.
     ¿Y dónde está el poder en el que basas tu orgullo?
     Hermano, se me escapa por el flanco y el costado.
     ¿Y a qué viene la prisa con que corres todavía?
     ¡Hermano, porque voy a mi cubil... a morir!



     Volvamos ahora a la primera historia**. Cuando Mowgli abandonó la cueva de los lobos tras la pelea con la Manada en el Roquedal del Consejo, bajó a las tierras labradas en donde vivían los campesinos, pero no se detuvo allí, pues estaba demasiado cerca de la selva y sabía que en el Consejo se había hecho por lo menos un enemigo muy malo. Corrió, por tanto, siguiendo el camino que bajaba por el valle a un paso bastante rápido durante casi 35 kilómetros, hasta llegar a una zona que no conocía. El valle se abría a una gran llanura salpicada de rocas y cortada por los barrancos. En un extremo había un pequeño pueblo, y en el otro la densa selva descendía hasta las tierras de pasto, deteniéndose allí como si la hubieran cortado con un azadón. Las reses y los búfalos pastaban en la llanura, y cuando los muchachitos que estaban a cargo de los rebaños vieron a Mowgli, gritaron y echaron a correr, mientras que los perros vagabundos de color amarillo que andan por todos los pueblos indios comenzaban a ladrar. Mowgli siguió andando, pues tenía hambre, y, al llegar a la puerta del pueblo, vio que habían apartado a un lado el arbusto espinoso que colocaban ante ella al anochecer.
     -¡Vaya! -dijo, pues ya se había encontrado con más de una barricada semejante en sus correrías nocturnas en busca de alimento-. Así que los hombres tambien aquí tienen miedo del Pueblo de la Selva.




   Rudyard Kipling,El libro de las tierras vírgenes, Madrid, ed. Akal literaturas, col. Akal literaturas, 2003, páginas 127 y 128. Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.





La vida de las abejas, Maurice Maeterlinck

La fundación de la colmena

     Veamos más bien lo que hace en la colmena ofrecida por el apicultor el enjambre recogido. Recordemos el sacrificio que han hecho las cincuenta mil vígenes que, según la frase de Ronsard, ''llevan un gentil corazón en un pequeño cuerpo'', y admiremos una vez más el valor que necesitan para volver a empezar la vida en el desierto donde han venido a parar. Han olvidado la colmena opulenta y magnífica en que nacieron, en que la existencia era tan segura y estaba tan admirablemente organizada, en que el jugo de todas las flores que se acuerdan del sol permitía sonreír a las amenazas del invierno. Han dejado allí, dormidas en el fondo de sus cunas, millares y millares de hijas a quienes no volverán a ver. Han abandonado allí, además del enorme tesoro de cera, de propóleos y de polen acumulado por ellas, más de ciento veinte libras de miel; es decir, doce veces el peso del pueblo entero, cerca de cien mil veces el peso de cada abeja, lo que representa para el hombre ochenta y dos mil toneladas de víveres, toda una flotilla de grandes buques cargados de alimentos más preciosos y más perfectos que ninguno de los que concíamos, pues la miel es para las avejas (sic.) una especie de vida líquida, una especie de quilo inmediatamente asimilable y casi sin desperdicio.

Maurice Maeterlinck, La vida de las abejas, Madrid, ed.Espasa-Calpe, col. Austral, 1980, página 73.
Seleccionado por Alain Presentación Muñoz. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.

El capitán del Polestar, Arthur Conan Doyle

LA RELACIÓN DE J. HABAKUK JEPHSON


                                                                                                                                   Octubre 20 y 21
     Sigue haciendo frío, llovizna constantemente y no me ha sido posible salir del camarote. Estar así encerrado me debilita y me deprime. Entró Goring a visitarme, pero su compañía  no contribuyó a alegrar mi ánimo, porque apenas habló, limitándose a mirarme fijamente, de un modo raro e irritante. Luego se levantó y salió del camarote sin decir palabra. Empiezo a sospechar que es un lunático. Creo haber dicho ya que su camarote es antiguo al mío. Ambos están separados por un delgado tabique de madera agrietado en muchos sitios, siendo algunas de las grietas lo bastante anchas como para que, cuando estoy tendido en la litera, le vea ir y venir por su camarote. Sin el menor propósito de espiarle, observo que está continuamente inclinado sobre algo que da la impresión de una carta de navegación, haciendo cálculos con el lápiz y los compases. Me ha llamado la atención el interés que demuestra por los temas relacionados con la navegación, pero me sorprende que se tome el trabajo de hacer el cálculo de la derrota de nuestra embarcación. Sin embargo, me  parece una diversión bastante inocente, y estoy seguro de que compara los resultados que obtiene con los del capitán. 
     No querría pensar tanto en ese hombre. La noche del 20 tuve una pesadilla, y en ella creí que mi litera se había convertido en un féretro, que me habían metido en él y que Goring trataba de clavar la tapa del mismo, en tanto que yo forcejeaba por levantarla. Ni siquiera cuando me desperté acabé de convencerme de que no estaba metido en un féretro. Yo, como médico que soy, sé que toda pesadilla no es otra cosa que un desarreglo vascular de los hemisferios del cerebro; pero dado el estado de debilidad en que me encuentro no consigo sacudir la mórbida impresión que me producen.



Arthur Conan Doyle, El capitán del Polestar, Madrid, colección Valdemar, 1998, páginas 99 y 100. Seleccionado por Andrea González García. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.

Amores, Ovidio

      Libro II Amores 6
     Ovidio dedica esta pieza de sus Amores a la muerte del papagayo de Corina,siguiendo en intencionada variación a Catulo, que había llorado en endecasílabos falecios al gorrón muerto de su amada Lesbia. El poema es, pues, elegíaco en su más primitiva acepción, al igual que el estricto con ocasión de la muerte de Tibulo (III 9). Pero aquí es obvio el tono paródico. Comprende una exhortación al duelo dirigida a las aves, un elogio del pájaro muerto, una visión de su acogida en el Elisio, y finalmente, noticia de su epitafio.

     El papagayo, ave imitadora de la voz procedente de la tierra oriental de los indios, ha muerto: aves, venid en bandada a sus exequias. Venid, aves piadosas, golpeaos  el pecho con las alas y arañaos las tiernas mejillas con lasuñas córneas; en lugar de los tristes cabellos, arrancaos las erizadas plumas y escúchense vuestros trinos en vez de la larga trompeta.
     En cuanto al crimen que lamentas, Filomela, del tirano del Ísmaro, ese lamento se ha completado ya a lo largo de los años que has vivido. Quéjate ahora por la muerte desgraciada de este pájaro exótico: gran motivo de dolor de Itis, pero ya antiguo.




Ovidio, Amores, Madrid, Edit.Gredos, col. Biblioteca Básica Gredos, páginas 59, 60.
Seleccionado por Lucía Pintor del Mazo. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015

Canción de Navidad, Charles Dickens

Segunda estrofa:
El primero de los tres espíritus

     Cuando Scrooge despertó, había tal oscuridad que, al mirar desde la cama, apenas pudo distinguir la transparente ventana de los opacos muros de su dormitorio. Estaba esforzándose en traspasar las tinieblas con sus ojos de hurón cuando el repique de las campanas de una iglesia vecina dio los cuatro cuartos. Así que estuvo atento a que sonase la hora.
     Para su mayor sorpresa, las campanadas graves pasaron de las seis a las siete, y de las siete a las ocho, y así, regularmente, hasta las doce; y entonces se detuvieron. ¡Las doce! Eran más de las doce cuando él se había ido a la cama. El reloj estaba equivocado. Algún carámbano de hielo debía de haber caído dentro de la maquinaria. ¡Las doce!
     Tocó el resorte de su reloj de repetición, para poner en hora tan absurdo objeto. Sus rápidas y suaves pulsaciones dieron las doce; y luego se detuvo.
     ''¡Cómo! No es posible -se dijo Scrooge- que haya estado durmiendo un día entero hasta bien entrada la noche. ¡No es posible que algo le haya sucedido al sol y que ahora sean las doce del mediodía!''

Charles Dickens, Canción de Navidad, Madrid, ed. Alianza Editorial, col. Biblioteca juvenil, 2001, página 40. Seleccionado por Alain Presentación Muñoz. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.

Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra



 1

     El 24 de mayo de 1863, un domingo, mi tío, el profesor Lidenbock, regresó precipitadamente a su pequeña casa, situada en el número 19 de la Königstrasse, una de las más antiguas calles del barrio viejo de Hamburgo.
      La buena Marta debió creer que se había atrasado mucho, ya que la comida apenas había empezado a hervir en el fogón.
     ¡Vaya! - me dije-, como vengacon hambre mi tío, que es el hombre más impaciente del mundo, la va a armar.
     ¡El señor Lidenbrock ya aquí! -exclamó, estupefacta, la buena Marta, al tiempo que entreabría la puerta del comedor.
     -Sí, Marta. Pero es natural que la comida no esté hecha todavía. Aún no son las dos. Apenas si acaba de sonar la media en San Miguel.
     -Entonces, ¿por qué está ya de vuelta el señor Lidenbrock?
     -Supongo que él nos lo dirá.
     - ¡Ahí está! Yo me voy, señor Axel. Hágale entrar en razón.
     Marta volvió a su laboratorio culinario  y medejó solo. Hacer entrar en razón al mas irascible de los profesores era algo por encima de las fuerzas de un carácter ta irresoluto como el mío. Así, pues, me suponía, prudentemente, a volver arriba, a mi cuarto, cuando se oyó chirriar la puerta de la calle sobre sus goznes. La escalera de madera crujió bajo las fuertes oisadas del dueño de la casa, quien, tras atravesar el comedor, se precipitó hacia su gabinete de trabajo.
     Pero ya, al paso, había arrojado a un rincón su bastón lanzado sobre la mesa su sombrero y dicho, con voz estentórea, a su sobrino:
    - Axel, sígueme.



Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, Madrid, Alianza, 1998, páginas 23 y 24. Seleccionado por Guillermo Arjona Fernández. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.

EL FANTASMA DE CANTERVILLE, Oscar Wilde

                                                  VII



     Cuatro días después de estos curiosus sucesos, a eso de las once de la noche, salía un fúnebre cortejo de Canterville-House.
     El carro iba arrastrado por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba adornada la cabeza con un gran penacho de plumas de avestruz, que se balanceaban.
     La caja, de plomo, iba cubierta con un rico paño de púrpura, sobre el cual estaban bordadas en oro las armas de los Canterville.
     A cada lado del carro y de los coches marchaban los criados llevando antorchas encendidas.
     Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e impresionante.
     Lord Canterville presidía el duelo; había venido del país  de Gales expresamente para asistir al entierro, y ocupaba el primer coche, con la pequeña Virginia.
     Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y detrás Washington y los dos muchachos.
     En el último coche iba mistress Umney. Todo el mundo convino en que, después de haber sido atemorizada por el fantasma, por espacio de más de cincuenta años, tenía realmente derecgo de verle desaparecer para siempre.
     Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisamente bajo el tejo centenario, y dijo las últimas oraciones, del modo más patético, el reverendo Augusto Dampier.
     Una vez terminada aquella ceremonia, los criados, siguiendo una antigua costumbre establecida en la familia Canterville, apagaron sus antorchas.




Oscar Wilde, El fantasma de Canterville y otros cuentos, Madrid, ed. Alianza, col. El libro de Bolsillo, 1988, página 41
Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.