Cuatro días después de estos curiosus sucesos, a eso de las once de la noche, salía un fúnebre cortejo de Canterville-House.
El carro iba arrastrado por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba adornada la cabeza con un gran penacho de plumas de avestruz, que se balanceaban.
La caja, de plomo, iba cubierta con un rico paño de púrpura, sobre el cual estaban bordadas en oro las armas de los Canterville.
A cada lado del carro y de los coches marchaban los criados llevando antorchas encendidas.
Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e impresionante.
Lord Canterville presidía el duelo; había venido del país de Gales expresamente para asistir al entierro, y ocupaba el primer coche, con la pequeña Virginia.
Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y detrás Washington y los dos muchachos.
En el último coche iba mistress Umney. Todo el mundo convino en que, después de haber sido atemorizada por el fantasma, por espacio de más de cincuenta años, tenía realmente derecgo de verle desaparecer para siempre.
Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisamente bajo el tejo centenario, y dijo las últimas oraciones, del modo más patético, el reverendo Augusto Dampier.
Una vez terminada aquella ceremonia, los criados, siguiendo una antigua costumbre establecida en la familia Canterville, apagaron sus antorchas.
Oscar Wilde, El fantasma de Canterville y otros cuentos, Madrid, ed. Alianza, col. El libro de Bolsillo, 1988, página 41
Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.
Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.
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