lunes, 28 de octubre de 2013

Cuentos II, Edgar Allan Poe

EL ALCE 

       Con frecuencia se ha opuesto el escenario natural de Norteamérica, tanto en sus líneas generales como en sus detalles, al paisaje del Viejo Mundo -en especial de Europa-, y no ha sido más profundo el entusiasmo que mayor la disensión entre los defensores de cada parte. No es probable que la discusión se cierre pronto, pues aunque se ha dicho mucho por ambos lados, aun queda por decir un mundo de cosas.
       Los turistas ingleses más distinguidos que han intentado una comparación, parecen considerar nuestro litoral norte y este, comparativamente hablando, así como todo el de Norteamérica o, por lo menos, el de Estados Unidos, digno de consideración. Poco dicen, porque han visto menos, del magnífico paisaje de algunos de nuestros distrititos occidentales y meridionales -del dilatado valle de Luisiana, por ejemplo-, realización del más exaltado sueño del paraíso. En se mayor parte estos viajeros se conformancon una apresurada inspección de los lugares más espectáculares de la zona: el Hudson, el Niágara, las Catskills, Harper's Ferry, los lagos de Nueva York, las praderas y el Mississippi. Son estos, en verdad, objetos muy dignos de contemplación, aun para aquel a las encastilladas riberas del Rin, o ha errado

Junto al azul torrente del Ródano veloz


Edgar Allan Poe, Cuentos II. Capítulo décimo, "El Alce", Alianza Editorial, Madrid, 1970, páginas  186-187.
Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín, segundo de bachillerato, curso 2013-2014

Romeo y Julieta, William Shakespeare

       ROMEO. Si lo haré, a fe. Voy a examinar este rostro: ¡el pariente de Mercurio, el noble conde Paris! ¿Qué dijo mi criado mientras mi agitada alma no le hacía caso cuando cabalgábamos? Creo que me dijo que Paris se había de casar con Julieta: ¿lo dijo, o no? ¿Lo he soñado? ¿O estoy loco, al oírle hablar de Julieta, pensando que era así? ¿Ah, dame la mano, tú, inscrito conmigo en el triste libro de la desgracia! Te enterraré en tumba de triunfo: ¿tumba? Ah no, un faro, joven sucumbido; pues aquí yace Julieta, y su belleza hace que esta bóveda sea una festiva aparición llena de luz. Muerte, yace aquí, enterrada por un muerto. (Pone a Paris en la tumba.) ¡Cuántas veces los hombres en punto de muerte se sienten alegres! Sus guardianes suelen llamarlo en relámpago antes de la muerte: ¡ah! ¿Cómo puedo llamarlo el relámpago? ¡Ah mi amor, mi esposa! La muerte que ha libado la miel de tu aliento, no ha tenido poder sobre tu belleza: no estás vencida; aún la enseñanza de la belleza es carmesí en tus labios y tus mejillas, sin que haya avanzado hasta allí la pálida bandera de la muerte. Tebaldo, ¿yaces ahí tu en tu sangriento sudario? ¡Ah! ¿Qué más favor puedo hacerte, sino, con esta mano que quebró en dos tu juventud, romper la de quien fue tu enemigo? ¡Perdóname primo! Querida Julieta, ¿por qué sigues siendo tan bella? ¿He  de creer que el incorpóreo genio de la Muerte esté enamorado, y que ese flaco monstruo aborrecido te guarde aquí en lo oscuro para que seas su amante?  Por miedo de eso,  quiero quedarme siempre contigo, sin volver jamás a marchar de este palacio de noche sombría: aquí, aquí, me he de quedar con gusanos que son tus camareras: ah, aquí pondré mi descanso eterno, y sacudiré el yugo de las estrellas enemigas quitándolo de esta carne harta del mundo. ¡Ojos, mirad por última vez! ¡Brazos dad vuestro último abrazo! ¡Y vosotros, labios, puertas del aliento, sellad con legítimo beso una concesión sin término a la muerte rapaz! Vamos, amargo conductor, vamos, repugnante guía! ¡Piloto desesperado, estrella contra las destructoras rocas tu barca fatigada y mareada! ¡Brindo por mi amor! (Bebe) ¡Ah veraz boticario! Tu droga es rápida: así muero con un beso. (Muere.)


William Shakespeare, Romeo y Julieta, Acto V, ed. Planeta, col. Clásicos Universales Planeta, Barcelona, 1981, pag 89-90. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

La línea de sombra, Joseph Conrad

Capítulo IV

Se hallaba colocado en tal forma que inmediatamente vi que no estaba cerrado. Al cogerlo y volverlo entre mis manos comprobé que estaba dirigido a mí. Contenía medio pliego de papel, que desdoblé con la extraña sensación de encontrarme en presencia de un hecho singular, pero sin experimentar más asombro que el que producen las cosas extraordinarias en un sueño.
       La carta comenzaba: << Mi querido capitán >>, pero, antes de leerla, mis ojos buscaron la firma. Era la firma del doctor. La fecha, la que el día en que, regresamos de visitar al señor Burns en el hospital, encontré al excelente doctor esperándome en aquella misma habitación, para decirme que había pasado revista al botiquín. Curioso. Al tiempo que esperaba mi regreso de un momento a otro, se había divertido escribiéndome una carta que, al oírme llegar, se había apresurado a meter en aquel cajón. Procedimiento verdaderamente increíble. Recorrí con asombro el contenido de la carta.
       Con una letra grande, rápida, pero legible, aquel hombre excelente, por una razón cualquiera, ya por amistad, ya -más verosímilmente- empujado por el irresistible deseo de expresar una opinión con la que no había querido antes matar mis ilusiones, me aconsejaba que no contase demasiado con los efectos benéficos de un cambio, una vez en el mar.
       << No he querido aumentar sus preocupaciones desanimándole >>, me decía. << Hablando como médico, temo que sus dificultades no hayan llegado a su término. >>
       En resumen, según su parecer, debía preverse un probable retorno de la fiebre tropical. Afortunadamente, tenía una buena provisión de quinina. En ella debía poner toda mi confianza, administrándola con perseverancia; y de seguro el estado sanitario del barco no dejaría de mejorar.
       Doblé la carta y la guardé en mi bolsillo. Ransome llevó dos fuertes dosis de quinina a los hombres que se hallaban a proa. En cuanto a mí, no subí en seguida a cubierta. Fui a la puerta del camarote del señor Burns, y le comuniqué la noticia.
       Es imposible decir el efecto que le produjeron. En un principio creí que había perdido el uso de la palabra. Su cabeza estaba hundida en la almohada. No obstante, movió los labios lo suficiente para asegurarme que recuperaba sus fuerzas, cosa increíble a poco que se mirase su rostro.
       Por la tarde hice mi cuarto de guardia como de costumbre. Una calma chica envolvía el barco y parecía mantenerlo inmóvil en una llameante atmósfera compuesta de dos tonos de azul. Ráfagas breves y calientes caían sin fuerza de lo alto de las velas. A pesar de todo, el barco avanzaba. Había debido avanzar, pues en el momento de la puesta del sol pasamos frente al cabo Liant y al poco tiempo lo dejábamos atrás: siniestra forma fugitiva bajo las últimas luces del crepúsculo.



       Joseph Conrad, La línea de sombra, capítulo IV, Catedra, Coleción Letras Universales, páginas 148-149.
       Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, Segundo de Bachillerato, Curso 2013/2014