lunes, 28 de octubre de 2013

La línea de sombra, Joseph Conrad

Capítulo IV

Se hallaba colocado en tal forma que inmediatamente vi que no estaba cerrado. Al cogerlo y volverlo entre mis manos comprobé que estaba dirigido a mí. Contenía medio pliego de papel, que desdoblé con la extraña sensación de encontrarme en presencia de un hecho singular, pero sin experimentar más asombro que el que producen las cosas extraordinarias en un sueño.
       La carta comenzaba: << Mi querido capitán >>, pero, antes de leerla, mis ojos buscaron la firma. Era la firma del doctor. La fecha, la que el día en que, regresamos de visitar al señor Burns en el hospital, encontré al excelente doctor esperándome en aquella misma habitación, para decirme que había pasado revista al botiquín. Curioso. Al tiempo que esperaba mi regreso de un momento a otro, se había divertido escribiéndome una carta que, al oírme llegar, se había apresurado a meter en aquel cajón. Procedimiento verdaderamente increíble. Recorrí con asombro el contenido de la carta.
       Con una letra grande, rápida, pero legible, aquel hombre excelente, por una razón cualquiera, ya por amistad, ya -más verosímilmente- empujado por el irresistible deseo de expresar una opinión con la que no había querido antes matar mis ilusiones, me aconsejaba que no contase demasiado con los efectos benéficos de un cambio, una vez en el mar.
       << No he querido aumentar sus preocupaciones desanimándole >>, me decía. << Hablando como médico, temo que sus dificultades no hayan llegado a su término. >>
       En resumen, según su parecer, debía preverse un probable retorno de la fiebre tropical. Afortunadamente, tenía una buena provisión de quinina. En ella debía poner toda mi confianza, administrándola con perseverancia; y de seguro el estado sanitario del barco no dejaría de mejorar.
       Doblé la carta y la guardé en mi bolsillo. Ransome llevó dos fuertes dosis de quinina a los hombres que se hallaban a proa. En cuanto a mí, no subí en seguida a cubierta. Fui a la puerta del camarote del señor Burns, y le comuniqué la noticia.
       Es imposible decir el efecto que le produjeron. En un principio creí que había perdido el uso de la palabra. Su cabeza estaba hundida en la almohada. No obstante, movió los labios lo suficiente para asegurarme que recuperaba sus fuerzas, cosa increíble a poco que se mirase su rostro.
       Por la tarde hice mi cuarto de guardia como de costumbre. Una calma chica envolvía el barco y parecía mantenerlo inmóvil en una llameante atmósfera compuesta de dos tonos de azul. Ráfagas breves y calientes caían sin fuerza de lo alto de las velas. A pesar de todo, el barco avanzaba. Había debido avanzar, pues en el momento de la puesta del sol pasamos frente al cabo Liant y al poco tiempo lo dejábamos atrás: siniestra forma fugitiva bajo las últimas luces del crepúsculo.



       Joseph Conrad, La línea de sombra, capítulo IV, Catedra, Coleción Letras Universales, páginas 148-149.
       Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, Segundo de Bachillerato, Curso 2013/2014

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