viernes, 12 de febrero de 2016

Eugenè Lonesco, La cantante calva

                              Escena IV:
La señora y el señor MARTIN se sientan el uno frente al otro, sin hablarse. Se sonríen con timidez. 
SR. MARTIN (el diálogo que sigue debe ser dicho con una voz lánguida, monótona, un poco cantante, nada matizada): – Discúlpeme, señora, pero me parece, si no me engaño, que la he encontrado ya en alguna parte. 
SRA. MARTIN: – A mí también me parece, señor, que lo he encontrado ya en alguna parte.
SR. MARTIN: – ¿No la habré visto, señora, en Manchester, por casualidad? 
SRA. MARTIN: – Es muy posible. Yo soy originaria de la ciudad de Manchester. Pero no recuerdo muy bien, señor, no podría afirmar si lo he visto allí o no. 
SR. MARTIN: – ¡Dios mío, qué curioso! ¡Yo también soy originario de la ciudad de Manchester! 
SRA. MARTIN: – ¡Qué curioso! 
SR. MARTIN: – ¡Muy curioso!... Pero yo, señora, dejé la ciudad de Manchester hace cinco semanas, más o menos. 
SRA. MARTIN: – ¡Qué curioso! ¡Qué extraña coincidencia! Yo también, señor, dejé la ciudad de Manchester hace cinco semanas, más o menos. 
SR. MARTIN: – Tomé el tren de las ocho y media de la mañana, que llega a Londres a las cinco menos cuarto, señora. SRA. MARTIN: – ¡Qué curioso! ¡Qué extraño! ¡Y qué coincidencia! ¡Yo tomé el mismo tren, señor, yo también! SR. MARTIN: ¡Dios mío, qué curioso! ¿Entonces, tal vez, señora, la vi en el tren? SRA. MARTIN: – Es muy posible, no está excluido, es posible y, después de todo, ¿por qué no?... Pero yo no lo recuerdo, señor. 
SR. MARTIN: – Yo viajaba en segunda clase, señora. No hay segunda clase en Inglaterra, pero a pesar de ello yo viajo en segunda clase. 
SRA. MARTIN: 11 – ¡Qué extraño, qué curioso, qué coincidencia! ¡Yo también, señor, viajaba en segunda clase! 
SR. MARTIN: – ¡Qué curioso! Quizás nos hayamos encontrado en la segunda clase, estimada señora. SRA. MARTIN: – Es muy posible y no queda completamente excluido Pero lo recuerdo muy bien, estimado señor. 
SR. MARTIN: – Yo iba en el coche número 8, sexto compartimiento, señora. 
SRA. MARTIN: – ¡Qué curioso! Yo iba también en el coche número 8, sexto compartimiento, estimado señor. 
SR. MARTIN: – ¡Qué curioso y qué coincidencia extraña! Quizá nos hayamos encontrado en el sexto compartimiento, estimada señora. 
SRA. MARTIN: – Es muy posible, después de todo. Pero no lo recuerdo, estimado señor.
Eugenè Lonesco, La cantante calva,                                        http://www.ict.edu.mx/acervo_hermeneutica_teatro_La%20cantante%20calva_Ionesco.pdf. Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

Émile Zola, La taberna

Todas las mujeres se volvieron. Gervasia reconoció a Claudio y a Esteban. Apenas la divisaron corrieron hacia ella por entre los charcos, taconeando sobre las baldosas con sus zapatos desatados. Claudio, el mayor, daba la mano a su hermanito. A su paso, las lavanderas dirigíanles palabras cariñosas al verlos un poco asustados, pero sonrientes.
Sin soltarse, los niños se detuvieron delante de su madre, levantando hacia ella sus cabecitas rubias.
–¿Es papá quien os envía? – preguntó Gervasia.
Pero al agacharse para atar los cordones de los zapatos de Esteban vio que el niño balanceaba, colgada de su dedo, la llave de la habitación, con su número de cobre.
–¡Vamos, me has traído la llave! –dijo muy sorprendida–. ¿Por qué?
Cuando el niño vio la llave, que había olvidado, pareció hacer memoria y exclamó con voz clara:
–Papá se ha ido.
–¿Ha ido a comprar el almuerzo y os ha dicho que vinieseis a buscarme aquí?
Claudio miró a su hermano, vaciló y no dijo nada. Luego, de un tirón, prosiguió:
–Papá se fue... Se levantó de la cama, metió todas las cosas en el baúl, lo bajó a un coche... Y se marchó.
Gervasia, que estaba agachada, se puso lentamente en pie, con la cara descompuesta, y llevóse las manos a las mejillas y a las sienes, como si sintiese crujir su cabeza. No pudo sino pronunciar dos palabras, que repitió como veinte veces:
–¡Dios mío! ¡Dios mío!... ¡Dios mío!...

Émile Zola, La taberna, https://esteticaliterarialamm.files.wordpress.com/2013/02/zola-emile-los-rougon-macquart-la-taberna.pdf
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.

El libro de la selva, Rudyard Kipling

      Las vacas marinas se habían separado y comían perezosamente cerca de las playas más hermosas que Kotick había visto jamás. Había largas extensiones de rocas perfectamente lisas, maravillosamente dispuestas para la instalación de criaderos. Detrás había terrenos, aptos para jugar, de arena dura, que se remontaban suavemente hacia el interior. Y rompientes magníficos para el baile. Y una hierba blanda sobre la que podrían revolcarse. Y dunas que subir y bajar. Y lo mejor de todo, algo que Kotick supo en cuanto tocó el agua, que jamás ha engañado a un auténtico garra del mar: que el hombre jamás había puesto el pie allí. Lo primero que hizo fue asegurarse de que las aguas eran abundantes en peces. Luego, bordeó las playas y reconoció las islas, encantadoras, bajas y de arena perfecta, disimuladas por la niebla, que desprendía infinitas tonalidades. Hacia el norte, lejos, se veía claramente una franja de arena, escollos y rocas. Eso impediría que un barco se acercase a la playa a menos de seis millas. Entre las islas y la zona de tierra más extensa había un canal profundo, que corría casi paralelo y muy cercano a los acantilados de la costa. Bajo éstos se abría el túnel de acceso. «Es otro Novastosna, pero diez veces mejor», se dijo Kotick. Vaca Marina debe ser más inteligente de lo que yo pensaba. Los hombres no podrían descender por estos acantilados, eso en el caso de que hubiera hombres por aquí. Y los bajíos costeros harían pedazos cualquier barco. Si hay algún lugar seguro en la superficie de los mares, sin duda éste es el mejor.»


        Kipling, Rudyard, http://www.bibliotecaspublicas.es/donbenito/imagenes/Rudyard_Kipling_-_El_libro_de_la_Selva_-_v1.0.pdf 
        Seleccionado por Paola Moreno Díaz, Segundo de bachillerato, Curso 2015-2016.


Seis personajes en busca de autor, Luigi Pirandello


Al entrar en la sala del teatro, los espectadores encontrarán el telón levantado y el escenario tal como está de día, sin bastidores ni decorados, casi a oscuras, vacío, para que tengan desde el principio la impresión de un espectáculo no preparado de antemano. Dos escalerillas, una a la derecha y otra a la izquierda, comunicarán el escenario con la sala. Sobre el escenario, la concha del apuntador estará junto al foso. Al otro lado, cerca del proscenio, una mesita y un sillón de espaldas al público, para el DIRECTOR. Otras dos mesitas, una más grande, una más pequeña, con muchas sillas alrededor, colocadas para tenerlas a mano, si hubiera necesidad, en el ensayo. Otras sillas, aquí y allá, a derecha e izquierda, para los ACTORES, y un piano, en el fondo, a un costado, casi oculto. Apagadas las luces de la sala, se verá entrar por la puerta del foro al TRAMOYISTA con un mono azulado y una bolsa atada a la cintura; cogerá de un rincón al fondo algunos listones, los colocará en el proscenio y se arrodillará para fijarlos. Al escucharse los martillazos, saldrá de la puerta de los camerinos el DIRECTOR DE ESCENA. 
EL DIRECTOR DE ESCENA. ¿Qué haces? 
EL TRAMOYISTA. ¿Qué hago? Estoy clavando. 
EL DIRECTOR DE ESCENA. ¿A estas horas? (Mirará el reloj.) Son las diez y media. En un momento llegará el Director para el ensayo. 
EL TRAMOYISTA. Bueno, ¡yo también necesito mi tiempo para trabajar! 
EL DIRECTOR DE ESCENA. Lo tendrás, pero no ahora. 
EL TRAMOYISTA. ¿Cuándo, entonces? 
EL DIRECTOR DE ESCENA. Cuando no sea la hora de ensayo. Apresúrate y llévatelo todo. Déjame disponer la escena para el segundo acto de El juego de los papeles. 
EL TRAMOYISTA. Resoplando, refunfuñando, recogerá los listones y se irá. 

 Luigi Pirandello, Seis personajes en busca de un autor,                                                                        http://biblio3.url.edu.gt/Libros/6%20personajes%20en%20busca%20de%20un%20autor.pdf. Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

El conde de Montecristo, Alexandre Dumas


   Capítulo séptimo: La promesa

   Era Morrel, en efecto, que, desde la víspera,no vivía ya; con ese instinto particular de los amantes y de las madres, había adivinado que, a consecuencia de la vuelta de la señora de Saint-Merán y de la muerte del marqués, iba a ocurrir algo en casa de Villefort que afectaría a su amor.

   Como se verá, sus presentimientos se habían realizado, y ya no era una simple inquietud lo que le llevó tan preocupado y tembloroso a la valla.

   Pero Valentina no estaba prevenida de la visita de Morrel; no era aquella la hora en que solía venir, y fue una pura casualidad, o si se quiere mejor, una feliz simpatía la que le condujo al jardín.

    En cuanto se presentó en él, Morrel la llamó; ella corrió a la valla.


    -¿Vos a esta hora? -dijo.

    -Sí, pobre amiga mía -respondió Morrel-; vengo a traer y a buscar malas noticias.

   -¡Esta es la casa de la desgracia! -dijo Valentina-; hablad, Maximiliano; pero os aseguro que la cantidad de dolores es bastante crecida.

   -Escuchadme, querida Valentina -dijo Morrel procurando contener su emoción para poderse explicar-, os lo suplico, porque todo lo que voy a decir es solemne: ¿cuándo piensan casaros?

   -Escuchad -dijo a su vez Valentina-, no quiero ocultaros nada, Maximiliano. Esta mañana se ha hablado de mi boda, y mi abuela,con la que contaba yo como un poderoso aliado, no solamente se ha declarado a su favor, sino que la desea hasta tal punto, que en cuanto llegue el señor d'Epinay será firmado el contrato.

Alexandre Dumas, El conde de Montecristo,  www.ataun.net/BIBLIOTECAGRATUITA/Clásicos%20en%20Español/Alejandro%20Dumas/El%20conde%20de%20Montecristo.pdf
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.


Los tres mosqueteros, Alexandre Dumas


  -¡Así se ríe del caballo quien no osaría reírse
del amo! -exclamó el émulo de Tréville, furioso.
  -Señor -prosiguió el desconocido-, no río
muy a menudo, como vos mismo podéis ver
por el aspecto de mi rostro; pero procuro conservar el privilegio de reír cuando me place.
  -¡Y yo -exclamó D'Artagnan- no quiero que
nadie ría cuando no me place!
  -¿De verdad, señor? -continuó el desconocido más tranquilo que nunca .
  - Pues bien, es muy justo -y girando sobre sus talones se dispuso a
entrar de nuevo en la hostería por la puerta principal, bajo la que D'Artagnan, al llegar, había observado un caballo completamente ensillado. Pero D'Artagnan no tenía carácter para soltar así a un hombre que había tenido la insolencia de burlarse de él. Sacó su espada por entero de la funda y comenzó a perseguirle gritando:
  -¡Volveos, volveos, señor burlón, para que no os hiera por la espalda!
  -¡Herirme a mí! -dijo el otro girando sobre sus talones y mirando al joven con tanto asombro como desprecio.
  -¡Vamos, vamos, querido, estáis loco!
  Luego, en voz baja y como si estuviera hablando consigo mismo:
 -Es enojoso -prosiguió-. ¡Qué hallazgo para su majestad, que busca valientes de cualquier sitio para reclutar mosqueteros!
 Acababa de terminar cuando D'Artagnan le alargó una furiosa estocada que, de no haber dado con presteza un salto hacia atrás, es probable que hubiera bromeado por última vez. El desconocido vio entonces que la cosa pasaba de broma, sacó su espada, saludó a su adversario y se puso gravemente en guardia. Pero en el
mismo momento, sus dos oyentes, acompañados del hostelero, cayeron sobre D'Artagnan a bastonazos, patadas y empellones. Lo cual fue una diversión tan rápida y tan completa en el ataque, que el adversario de D'Artagnan, mientras éste se volvía para hacer frente a aquellalluvia de golpes, envainaba con la misma precisión, y, de actor que había dejado de ser, se volvía de nuevo espectador del combate, papel
que cumplió con su impasibilidad de siempre, mascullando sin embargo:
  -¡Vaya peste de gascones! ¡Ponedlo en su caballo naranja, y que se vaya!
  -¡No antes de haberte matado, cobarde! -gritaba D'Artagnan mientras hacía frente lo mejor que podía y sin retroceder un paso a sus tres enemigos, que lo molían a golpes.

Alexandre Dumas, Los tres mosqueteroshttp://www2.ayto-sanfernando.com/biblioteca/files/Los-tres-mosqueteros.pdf , seleccionado por Daniel Carrasco Carril, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

rebelión en la granja, George Orwell


Los Mandamientos fueron escritos sobre la pared alquitranada con letras blancas, y tan grandes, que podían leerse a treinta yardas de distancia. La inscripción decía así: 
LOS SIETE MANDAMIENTOS 

1. Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo. 
2. Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tenga alas, es un amigo.
 3. Ningún animal usará ropa.
 4. Ningún animal dormirá en una cama. 
5. Ningún animal beberá alcohol.
 6. Ningún animal matará a otro animal. 
7. Todos los animales son iguales.
 Estaba escrito muy claramente y exceptuando que donde debía decir «amigo», se leía «imago» y que una de las «S» estaba al revés, la redacción era correcta. Snowball lo leyó en voz alta para los demás. Todos los animales asintieron con una inclinación de cabeza demostrando su total conformidad y los más inteligentes empezaron enseguida a aprenderse de memoria los Mandamientos.


Orwell, George, rebelión en la granja, http://www.copan.edu.mx/docs/DESSECU14-15/rebelion%20en%20la%20granja.pdf , seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

Papá Goriot, Honoré de Balzac


      Papá Goriot, anciano de sesenta y nueve años, habíase retirado a la casa de la señora Vauquer en 1813, después de haber abandonado los negocios. Primero había tomado el apartamento ocupado por la señora
      Couture, y pagaba entonces mil doscientos francos de pensión, como hombre para quien cinco luises más o menos eran una bagatela. La señora Vauquer había arreglado las tres habitaciones de aquel apartamento mediante una cantidad previa que pagó, según dicen, el valor de un mal mobiliario compuesto de cortinas de algodón amarillo, sillones de madera barnizada tapizados de terciopelo de Utrecht, algunas pinturas a la cola y unos papeles que las tabernas de los suburbios rechazaban. Quizá la despreocupada generosidad que puso en dejarse atrapar papá Goriot, que por aquel entonces era llamado respetuosamente señor Goriot, le hizo considerar como un imbécil que no entendía de negocios. Goriot llegó provisto de una guardarropa bien abastecido, el magnífico ajuar del negociante que no quiere privarse de nada al retirarse del comercio. La señora Vauquer había admirado dieciocho camisas muy finas, cuya calidad resaltaba aún más porque el antiguo fabricante de fideos llevaba en la pechera dos agujas unidas por una cadenilla, y cada una de las cuales llevaba un diamante de gran tamaño.

Honoré de Balzac, Papá Goriot, https://clasesparticularesenlima.files.wordpress.com/2015/04/balzacpapa-goriot.pdf
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.

Sentido y sensibilidad, Jane Austen


Al terminar la tarde, Elinor había descubierto que la naturaleza de una persona no se modifica materialmente con un cambio de residencia; pues aunque recién se habían instalado en la ciudad, sir John había conseguido reunir a su alrededor a cerca de veinte jóvenes y entretenerlos con un baile. Lady Middleton, sin embargo, no aprobaba esto. En el campo, un baile improvisado era muy aceptable; pero en Londres, donde la reputación de elegancia era más importante y más difícil de ganar, era arriesgar mucho, para complacer a unas pocas muchachas, que se supiera que lady Middleton había ofrecido un pequeño baile para ocho o nueve parejas, con dos violines y un simple refrigerio en el aparador. 

El señor y la señora Palmer formaban parte de la concurrencia; el primero, al que no habían visto antes desde su llegada a la ciudad dado que él evitaba cuidadosamente cualquier apariencia de atención hacia su suegra y así jamás se le acercaba, no dio ninguna señal de haberlas reconocido al entrar. Las miró apenas, sin parecer saber quiénes eran, y a la señora Jennings le dirigió una mera inclinación de cabeza desde el otro lado de la habitación. Marianne echó una mirada a su alrededor no bien entró; fue suficiente:  él  no estaba ahí... y luego se sentó, tan poco dispuesta a dejarse entretener como a entretener a los demás. Tras haber estado reunidos cerca de una hora, el señor Palmer se acercó distraídamente hacia las señoritas Dashwood para comunicarles su sorpresa de verlas en la ciudad, aunque era en su casa que el coronel Brandon había tenido la primera noticia de su llegada, y él mismo había dicho algo muy gracioso al saber que iban a venir. 

-Creía que las dos estaban en Devonshire -les dijo. 

-¿Sí? -respondió Elinor.

-¿Cuándo van a regresar?

-No lo sé. 

Y así terminó la conversación. 
Nunca en toda su vida había estado Marianne tan poco deseosa de bailar como esa noche, y nunca el ejercicio la había fatigado tanto. Se quejó de ello cuando volvían a Berkeley Street. 

-Ya, ya -dijo la señora Jennings-, sabemos muy bien a qué se debe eso; si una cierta persona a quien no nombraremos hubiera estado allí, no habría estado ni pizca de cansada; y para decir verdad, no fue muy bonito de su parte no haber venido a verla, después de haber sido invitado. 

-¡Invitado! -exclamó Marianne. 

-Así me lo ha dicho mi hija, lady Middleton, porque al parecer sir John se encontró con él en alguna parte esta mañana. 

Jane Austen, Sentido y sensibilidad, www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/a/Austen,%20Jane%20-%20Sentido%20y%20sensibilidad%20%5BDOC%5D.pdf
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.


Rebelión en la granja, George Orwell

      Capitulo 1:
El señor Jones, propietario de la Granja Manor, cerró por la noche los gallineros, pero estaba demasiado borracho para recordar que había dejado abiertas las ventanillas. Con la luz de la linterna danzando de un lado al otro cruzó el patio, se quitó las botas ante la puerta trasera, se sirvió una última copa de cerveza del barril que estaba en la cocina y se fue derecho a la cama, donde ya roncaba la señora Jones. Apenas se hubo apagado la luz en el dormitorio, empezó el alboroto en toda la granja. Durante el día se corrió la voz de que el Viejo Mayor, el cerdo premiado, había tenido un sueño extraño la noche anterior y deseaba comunicárselo a los demás animales. Habían acordado reunirse todos en el granero principal cuando el señor Jones se retirara. El Viejo Mayor (así le llamaban siempre, aunque fue presentado en la exposición bajo el nombre de “Willingdon Beauty”) era tan altamente estimado en la granja, que todos estaban dispuestos a perder una hora de sueño para oír lo que él tuviera que decirles.
En un extremo del granero principal, sobre una especie de plataforma elevada, Mayor ya se encontraba ubicado en su cama de paja, bajo una linterna que pendía de una viga. Tenía doce años de edad y últimamente se había puesto bastante gordo, pero aún era un cerdo majestuoso de aspecto sabio y bonachón, a pesar de que sus colmillos nunca habían sido cortados. Hacía un rato que habían empezado a llegar los demás animales y a ubicarse cómodamente, cada cual a su modo. Primero llegaron los tres perros, Bluebell, Jessie y Pincher, y luego los cerdos, quienes se arrellanaron en la paja delante de la plataforma. Las gallinas se situaron en el alféizar de las ventanas, las palomas revolotearon hacia los tirantes de las vigas, las ovejas y las vacas se echaron detrás de los cerdos y se dedicaron a rumiar. Los dos caballos de tiro, Boxer y Clover, entraron juntos, caminando despacio y posando con gran cuidado sus enormes cascos peludos, por temor de que algún animalito pudiera hallarse oculto en la paja.

George Orwell, Rebelión en la granja,                    http://argentina.indymedia.org/uploads/2011/03/rebeli_n_en_la_granja.pdf. Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.