viernes, 12 de febrero de 2016

Émile Zola, La taberna

Todas las mujeres se volvieron. Gervasia reconoció a Claudio y a Esteban. Apenas la divisaron corrieron hacia ella por entre los charcos, taconeando sobre las baldosas con sus zapatos desatados. Claudio, el mayor, daba la mano a su hermanito. A su paso, las lavanderas dirigíanles palabras cariñosas al verlos un poco asustados, pero sonrientes.
Sin soltarse, los niños se detuvieron delante de su madre, levantando hacia ella sus cabecitas rubias.
–¿Es papá quien os envía? – preguntó Gervasia.
Pero al agacharse para atar los cordones de los zapatos de Esteban vio que el niño balanceaba, colgada de su dedo, la llave de la habitación, con su número de cobre.
–¡Vamos, me has traído la llave! –dijo muy sorprendida–. ¿Por qué?
Cuando el niño vio la llave, que había olvidado, pareció hacer memoria y exclamó con voz clara:
–Papá se ha ido.
–¿Ha ido a comprar el almuerzo y os ha dicho que vinieseis a buscarme aquí?
Claudio miró a su hermano, vaciló y no dijo nada. Luego, de un tirón, prosiguió:
–Papá se fue... Se levantó de la cama, metió todas las cosas en el baúl, lo bajó a un coche... Y se marchó.
Gervasia, que estaba agachada, se puso lentamente en pie, con la cara descompuesta, y llevóse las manos a las mejillas y a las sienes, como si sintiese crujir su cabeza. No pudo sino pronunciar dos palabras, que repitió como veinte veces:
–¡Dios mío! ¡Dios mío!... ¡Dios mío!...

Émile Zola, La taberna, https://esteticaliterarialamm.files.wordpress.com/2013/02/zola-emile-los-rougon-macquart-la-taberna.pdf
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.

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