lunes, 7 de abril de 2014

Eugenia Grandet, Honoré de Balzac

                                            Amores de Provincia

      En la vida pura y monótona de las muchachas, llega una hora deliciosa en que el sol les derrama sus rayos sobre el alma, en que la flor expresa pensamientos, en que las palpitaciones del corazón comunican al cerebro su cálida fecundidad y funden las ideas en un vago deseo. ¡Día de inocente melancolía y de suaves alegrías! Cuando los niños empiezan a ver, sonríen; cuando una muchacha entrevé el sentimiento en la naturaleza, sonríe como sonreía de niña. Si la luz es el primer amor de la vida, ¿no es el amor la luz del corazón? Para Eugénie había llegado el momento de ver claro en las cosas de aquí abajo.
      Madrugadora como todas las jóvenes provincianas, se levantó temprano, rezó sus oraciones y empezó a quedado allí todo el día sin advertir la huida de las horas.
      Luego vinieron unos tumultuosos movimientos del alma. Se levantó con frecuencia, se puso ante el espejo y se contempló, como un autor de buena fe contempla su obra, para criticarse e injuriarse a sí mismo.
      <<¡No soy lo bastante hermosa para él!>>
      Tal era el pensamiento de Eugénie, pensamiento humilde y fértil en sufrimientos. La pobre muchacha no se hacía justicia; pero la modestia, o mejor dicho, el temor, es una de las primeras virtudes del amor. Eugénie pertenecía a ese tipo de muchachas de constitución fuerte, que suele darse en la pequeña burguesía, cuya belleza parece vulgar. Pero si sus formas no se asemejaban a las de la Venus de Milo, las ennoblecía esa suavidad del sentimiento cristiano que purifica a la mujer y le comunica una distinción desconocida por los escultores antiguos. Tenía la cabeza enorme, la frente masculina pero delicada del Júpiter de Fidias, y los ojos grises, de los que brotaban un chorro de luz, impresa en ellos por el reflejo de su vida casta. Los rasgos de su rostro, antaño fresco y sonrosado, eran ahora algo más toscos debido a una varicela que, aunque bastante benigna como para no dejar señales, había destruido el aterciopelado de la piel, aún tan suave y fina, sin embargo, que el beso puro de su madre dejaba pasajeramente en ella señales encarnadas. Tenía la nariz un poco grande, pero armonizaba con una boca roja como el minio, cuyos labios, surcados por mil diminutas rayas, estaban llenos de amor y de bondad. El cuello era de una redondez perfecta. El corpiño abombado, cuidadosamente disimulado, atraía la mirada y hacía soñar; le faltaba sin duda un poco de la gracia que se debe al atavío, pero para los entendidos, la falta de flexibilidad de la alta cintura, debía representar un encanto más. Eugénie, alta y fuerte, no poseía nada de la guapura que gusta a las masas; pero era hermosa con esa belleza tan fácil de reconocer y de la que se prendan solamente los artistas. El pintos que busca aquí abajo un tipo con la celestial pureza de María, que exige a la naturaleza femenina esos ojos modestamente orgullosos adivinados por Rafael, esas líneas vírgenes debidas a menudo a los azares de la concepción, pero que sólo una vida cristiana y púdica pueden conservar o hacer adquirir;





Honoré de Balzac, Eugenia Grandet, editorial Planeta, páginas 61-62-63. Seleccionada por Paula Sánchez Gómez, segundo de Bachillerato, curso 2013-2014.

El fantasma de Canterville y otros cuentos, Oscar Wilde.

VII
       Cuatro días después de estos curiosos sucesos, a eso de las once de la noche, salía un fúnebre cortejo de Canterville-House.
       El carro iba arrastrado por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba adornada la cabeza con un gran penacho de plumas de avestruz, que se balanceaban.
       La caja, de plomo, iba cubierta con un rica paño de púrpura, sobre el cual estaban bordadas en oro las armas de los Canterville.
       A cada lado del carro y de los coches marchaban los criados llevando antorchas encendidas.
       Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e impresionante.
       Lord Canterville presidía el duelo; había venido del país de Gales expresamente para asistir al entierro, y ocupaba el primer coche, con la pequeña Virginia.
       Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y detrás, Washington y los dos muchachos.
       En el último coche, iba mistress Umney. Todo el mundo convino en que, después de haber sido atemorizada por el fantasma, por el espacio de más de cincuenta años, tenía realmente derecho a verle desaparecer para siempre.
       Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, y dijo las últimas oraciones, del modo más patético, el reverendo Augusto Dampier.
       Una vez terminada aquella ceremonia, los criados, siguiendo una antigua costumbre establecida en la familia Canterville, apagaron sus antorchas.
       Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó, colocando encima de ella una gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rojas.
       En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el cementerio con sus silenciosas oleadas de plata, y de un bosquecillo cercano se elevó el canto de un ruiseñor.
       Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la Muerte; sus ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el regreso.
       A la mañana siguiente. antes que Lord Canterville partiese para la ciudad, mistress Otis conferenció con él respecto de las joyas entregadas por el fantasma a Virginia.
       Eran soberbias, magníficas.
       Había sobretodo, un collar de rubíes, en una antiquísima montura veneciana, que era un expléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba tal cantidad, que míster Otis sentía vivos escrúpulos en permitir a su hija que se quedase con ellas.
       -Milord -dijo el ministro-, sé que en este país se aplica la mano muerta lo mismo a los objetos menudos que a las tierras, y es evidente, evidentísimo para mí, que estas joyas deben quedar en poder de usted como legado de familia. Le ruego, por tanto, que consienta en llevárselas a Londres, considerándolas simplemente como una parte de su herencia que le fuera restituida en circunstancias extraordinarias. En cuanto a mi hija, no es más que una chiquilla, y hasta hoy, me complace decirlo, siente poco interés por estas futilezas de lujo superfluo. He sabido igualmente, por mistress Otis, cuya autoridad no es despreciables en cosas de este arte, dicho sea de paso, pues ha tenido la suerte de pasar varios inviernos en Boston, siendo muchacha, que esas piedras preciosas tienen un valor monetario, y que si se pusieran en venta producirían una bonita suma. En estas circunstancias, lord Canterville, reconocerá usted, indudablemente, que no puedo permitir que queden en manos de ningún miembro de mi familia.



Oscar Wilde, El fantasma de Canterville, ed. Alianza, col. El libro de bolsillo, Madrid, 1988, páginas 41, 42 y 43. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014

Dr. Jeckyl y Mr. Hyde, R.L. Stevenson


El caso del asesinato de Carew


Casi un año más tarde, el mes de octubre de 18..., Londres se sobresaltó ante la noticia de un crimen de singular ferocidad, notable sobre todo por la alta posición de la víctima. Los detalles eran pocos y sorprendentes. Una sirvienta que vivía sola en una casa no lejos del rio había subido a acostarse hacia las once. Aunque la ciudad se vio cubierta de madrugada por la bruma, la primera parte de la noche estuvo despejada, y el camino, que dominaba la ventana de la sirvienta, estaba brillantemente iluminado por la luna llena. Parece que la muchacha era de naturaleza romántica, porque se sentó sobre su baúl, que estaba colocado inmediatamente debajo de la ventana, y se sumió en sus ensoñaciones. Nunca (no dejó de decir, entre lágrimas, cada vez que narró su experiencia), nunca se había sentido más en paz con todo los hombres o más en armonía con el mundo. Y así, mientras estaba sentada, reparó en un apuesto hombre de una cierta edad y pelo blanco que se acercaba por el camino; y, avanzando a su encuentro, el otro caballero, de muy baja estatura, a quien al principio prestó poca atención. Cuando llegaron al alcance del oído el uno del otro (que fue justo debajo de sus ojos), el hombre mayor hizo una inclinación de cabeza y se acercó al otro de una forma muy educada. No parecía que el tema de su conversación fuera de gran importancia; de hecho, por la forma en que señalaba, parecía a veces como si el otro simplemente le estuviera preguntando el camino; pero la luna brillaba sobre su rostro mientras hablaba, y la muchacha se sintió complacida de observarle, porque parecía destilar una inocencia y una amabilidad propias de otros tiempos, pero también una cierta altivez, como si se sintiera muy satisfecho de sí mismo. Luego sus ojos se dirigieron al otro hombre, y le sorprendió reconocer en él a un tal Mr. Hyde, que en una ocasión había visitado a su amo y que le había repugnado desde el primer momento. Llevaba en la mano un pesado bastón, con el que jugueteaba; pero no respondía ni una sola palabra, y parecía escuchar con apenas una refrenada impaciencia. Y entonces, de repente, estalló en un terrible acceso de furia, pateando, blandiendo el bastón y agitándose (según lo describió la sirvienta) como un loco. El anciano caballero retrocedió un paso, mostrándose muy sorprendido y un tanto dolido; y ante aquello Mr. Hyde perdió por completo los estribos y golpeó al otro con el bastón hasta derribarlo.

R.L. Stevenson, Dr. Jekyl y Mr. Hyde. El Mundo, Madrid 1990, páginas 31-32. Seleccionado por Adrián Hernández García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014