jueves, 12 de abril de 2012

Nadja, André Breton

     Hace tan solo unos días, Louis Aragon me hacía notar que el rótulo de un hotel de Pourville que tiene escritas en letras rojas las palabras: CASA ROJA, estaba escrito con tales letras y colocado de tal manera que, según un ángulo preciso, visto desde la carretera, "CASA" desaparecía y "ROJA" se leía "POLICÍA"*. Esta ilusión óptica no tendría la menos importancia si no fuera porque el mismo día, una o dos horas después ¡, la señora que llamaremos 'la dama del guante' me condujo ante un cuadro modulable como nunca había visto yo otro igual, y que formaba parte del mobiliario de la casa que acababa de alquilar. Es un grabado anitguo que, visto de frente, representa un tigre pero que, por tener fijadas en prependiculara su superficie unas estrechas tiras vericales que se aleje de unos pasos hacia la derecha , un ángel. Llamo la atención hacia estos dos hechos, paraacabar, porque para mí, en tales condiciones, era inevitable ponerlos en relación y porque me parece especialmente imposible establecer una correlación racional entre ambos.
      Espero, en cualquier caso, que la presentación de na serie de observaciones de esta índole y de la que viene a continuación será de naturaleza suficiente como para que algunos hombres se lancen a la calle, tras haberles hecho ser conscientes, si no de su inannidad, al menos de la grave insuficiencia de cualquier cálculo supuestamente riguroso acerca de sí mismos, de cualquier acto que, pudiendo haber sido predemintado, exija aplicarse a él de una manera constante. Como si el viento que pueda producirse, si es realmente imprevisto. Me veo obligado a aceptar la idea de trabajo como necesidad material, y a este respecto no puedo sentirme más ferviente partidario de su mejor, de su más justo reparto. Que me lo impongan las siniestras obligaciones de la vida, sea; que se me pida que crea en él, que venere el mío o  el de los demás, nunca. Preferio, una vez más, caminar a oscuras mejor que tomarme por el que camina iluminado.


André Bretón, Nadia, Madrid, Editorial Cátedra, colección Letras Universales, volumen 254, 3ª edición, 2004, páginas 143-145.
Seleccionado por Javier Muñoz Castaño. Curso 2011-12, segundo de Bachillerato.

Juventud, Joseph Conrad.

    Esto sólo podía haber ocurrido en Inglaterra, donde los hombres y el mar se compenetran, por decirlo así: el mar influye en la vida de la mayoría de los hombres, y los hombres saben algo o todo acerca del mar, sea como sea lugar de diversión o de viaje, o como medio de ganarse el sustento.
    Estábamos sentados, apoyados en los codos, en torno a una mesa de caoba que reflejaba la botella, los vasos de clarete y nuestros rostros. Eramos el director de una compañía, un contable, un abogado, Marlow y yo. El director había sido grumete en el Conway, el contable había servido cuatro años en el mar, el abogado- un curtido tory, un high churchman, el mejor de los camaradas, la esencia del honor- había servido como oficial en la P. & O. , en los viejos tiempos, cuando los barcos correo llevaban aparejo redondo al menos en dos palos, y solían cruzar el Mar de China, aprovechando el monzón favorable, con todo el velamen desplegado. Todos habíamos empezado nuestra vida en la marina mercante. A las cinco nos unía el fuerte vínculo del mar, y también esa camaradería del oficio que la afición a las regatas y a los cruceros no puede proporcionar, ya que una cosa es la diversión de la vida y otra la vida misma.
     Marlow, al menos así es como creo que escribía su nombre, refirió la historia, o más bien la crónica, de un viaje: Sí , conozco algo de los mares de Oriente, pero lo que mejor recuerdo es mi primer viaje hasta allí. Ya sabéis que hay cientos viajes que parecen concebidos para ilustrar la vida, que se erigen como símbolos de la existencia. Luchas, trabajas, sudas, casi te matas, y a veces te matas realmente, intentando conseguir algo, y no puedes. No por culpa tuya. Simplemente no puedes hacer nada, ni grande ni pequeño, nada en la vida, ni siquiera casarte con una solterona o llevar a su puerto de destino una condenada cargar de 600 toneladas de carbón.
    En conjunto fue un episodio memorable. Era mi primer viaje a Oriente y mi primer viaje como segundo oficial; también era la primera vez que mi patrón tomaba el mando. Admitiréis que ya era hora. Tendría poco más o menos sesenta años; un hombre pequeño, de espaldas anchas y no muy rectas, hombros caídos y una pierna más zamba que la otra, con ese curioso aspecto retorcido que se ve a menudo en los hombres que trabajan los campos.
    Su cara parecía un cascanueces -la barbilla y la nariz intentaban juntarse sobre una boca hundida-, y estaba enmarcada por una pelusa gris como el hierro, que le rodeaba la cara como una bufanda de algodón y lana manchada de carbón. Y esa vieja cara mostraba, sorprendentemente, unos ojos azules propios de un muchacho, con esa expresión cándida que algunos hombres sencillos conservan hasta el fin de sus días, gracias a un raro don interno de simplicidad de corazón y rectitud de espíritu. Qué le indujo a aceptarme, es un misterio. Yo procedía de un renombrado clíper australiano, donde había sido tercer oficial, y él parecía tener prejuicios contra aquellos renombrados clípers, aristocráticos y de gran tonelaje. Me dijo:
  -Sabes, en este barco tendrás que trabajar.
    Le contesté que había tenido que trabajar en todos los barcos donde había servido.
   -Ah, pero éste es diferente, y más para vosotros, los que procedéis de los grandes barcos... ¡Puedo asegurarte que aquí tendrás que hacerlo! Incorpórate mañana.
    Me incorporé a la mañana siguiente. Hace veintidós años; tenía sólo veinte. ¡Cómo pasa el tiempo! Fue uno de los días más felices de mi vida. ¡Imaginaos! Segundo oficial por primera vez. ¡Un oficial realmente responsable! No hubiese cambiado mi puesto por nada en el mundo. El primer oficial me examinó cuidadosamente. También era un tipo viejo, pero de otro calibre. Una nariz romana, una barba larga y blanca como la nieve; se llamaba Mahon, aunque insistía en que debía pronunciarse Mann. Estaba bien relacionado, pero tenía la suerte en contra, y no había ascendido.
    En cuanto al capitán, había navegado durante años en barcos de cabotaje, luego en el Mediterráneo y finalmente en la ruta de las Indias Orientales. Nunca había doblado los Cabos. Apenas sabía escribir, pero no le preocupaba en absoluto. Ambos eran buenos marineros, por supuesto, y entre aquellos dos viejos camaradas me sentía como un niño entre dos abuelos.
    También el barco era viejo. Se llamaba judea. Curioso nombre, ¿verdad? Había pertenecido a un tal Wilmer, Wilcox o algo y cuyo nombre no importa. Había estado anclado en el fondeadero de Shadwell durante todo ese tiempo. Podéis imaginaros su estado. Todo era herrumbre, polvo, mugre: manchado de hollín por arriba, sucia la cubierta. Para mí era como salir de un palacio para entrar en una choza en ruinas.    
    Desplazaba unas 400 toneladas, tenía un molinete primitivo, picaportes de madera en las puertas, ni el más leve rastro de bronce, y una gran popa cuadrada.

Conrad Joseph, Juventud, Madrid, ed. Anaya, año 1999, pág 11-13. Seleccionado por Olga Domínguez Martín, curso 2011-2012, segundo de Bachillerato.

Otra vuelta de tuerca "Capítulo 12", Henry James

A la luz del día, la especial impresión que yo había recibido la noche anterior no afectó de un modo particularmente profundo a la señora Grose, aunque intenté impresionarla con la mención de otro comentario hecho por el pequeño Miles antes de separarnos.
-Todo está contenido en unas pocas palabras -le dije a mi amiga-; palabras que verdaderamente aclaran el asunto: «¡Piense en lo que yo podría hacer si quisiera!», me dejó caer para que yo viera lo bueno que es. Él sabe perfectamente lo que «podía hacer». Y en el colegio les debió de mostrar ya un anticipo.
-¡Señor, cómo ha cambiado usted! -exclamó mi amiga.
-No he cambiado..., sencillamente me esfuerzo por entender. Los cuatro implicados, no le quepa la menor duda, se reúnen constantemente, Si hubiera usted estado con uno de los niños cualquiera de estas últimas noches, lo habría entendido con toda claridad. Cuanto más los vigilo y más espero, más me convenzo de que así son las cosas, aunque solo sea por el sistemático silencio de los niños. Nunca, ni siquiera en un momento de descuido, han hecho la menor alusión a sus antiguos amigos, como tampoco Miles ha mencionado nunca su expulsión. Sí, claro, podemos quedarnos aquí y contemplarlos, y ellos exhibirse hasta decir basta; pero incluso mientras fingen estar perdidos en su cuento de hadas, siguen inmersos en la visión de los muertos que han vueltos a hacerles compañía. Miles no lee para Flora -afirmé-; hablan de ellos..., ¡están hablando de cosas horribles! Ya sé que me comporto como si hubiera perdido la cabeza;y es un milagro que no haya sido así. Usted se habría vuelto loca en mi lugar si hubiera visto lo que yo he visto; pero en mi caso sólo ha servido para proporcionarme mayor lucidez, ha hecho que me dé cuenta además de otras cosas.
Mi lucidez debía de parecerle abominable a la señora Grose, pero las encantadoras criaturas que eran sus víctimas y que pasaban por delante una y otra vez, cariñosamente entrelazadas, proporcionaban a mi colega algo en que apoyarse; y sentí hasta qué punto lo hacía cuando, sin dejarse dominar por el ímpetu de mi pasión, me preguntó sin apartar los ojos de ellos:
-¿De qué otras cosas se ha dado usted cuenta?
-Pues de las mismas cosas que me han encantado y fascinado, pero que, sin embargo, tal como advierto ahora extrañamente, en el fondo me han desconcertado y preocupado. Esa belleza que no es de este mundo, esa bondad que no tiene en absoluto nada de normal... Es un juego -proseguí-; ¡es una táctica y un engaño!
-¿Un fraude de esos niños tan encantadores...?
-Parecen adorables, ¿verdad? ¡Sí, por absoluto que parezca! -el hecho mismo de sacar a la luz lo que estaba pensando me ayudaba de verdad a seguir la pista, a volver atrás, a ordenar todas las piezas-. No es que hayan sido buenos...; es que estaban ausentes. Ha sido tan fácil convivir con ellos porque viven su propia vida. No son míos..., no son nuestros. ¡Son de él y de ella!
-¿De Quint y de esa mujer?
-De Quint y de esa mujer. Quieren dominarlos.
Al oír aquellos, ¡cómo se dedicó a mirarlos la pobre señora Grose!
-Pero ¿por qué?
-Por todo el mal que, en aquellos días terribles, inculcó esa pareja en ellos. Y para seguir manejándolos con ese mismo mal, para seguir adelante con su obra demoníaca, que es lo que les hace volver.

(Henry James, Otra vuelta de tuerca, "Capítulo 12", Madrid, ed. Bruño, col. Clásicos Juveniles, 2011, págs. 110-112, Seleccionado por Luis Francisco Galindo Cano, curso 2011-2012, Segundo de Bachillerato)