miércoles, 31 de mayo de 2017

La Cartuja de Parma , Stendhal

Capítulo 10


       Sin dejar de moralizar, Fabricio saltó a la carretera general que va de Lombardía a Suiza; en aquel lugar está cuatro o cinco pies más baja que el bosque. "Si mi hombre coge miedo -se dijo Fabricio-, sale al galope y yo me quedo aquí plantado como un idiota." En este momento se hallaba a diez pasos del lacayo; ya no cantaba, y Fabricio le vio el miedo en los ojos; iba quizás a volverse con sus caballos. Todavía sin una decisión determinada, Fabricio dio un salto y agarró la brida del caballo flaco.
       -Buen amigo -dijo el lacayo-, no soy un vulgar ladrón, pues comenzaré por darte veinte francos pero me veo obligado a tomar prestado tu caballo; si no me pongo en salva con la mayor rapidez, me matarán. Me vienen pisando los talones los cuatro hermanos Riva, esos grandes cazadores que sin duda conoces. Acaban de sorprenderme en el cuarto de su hermana, salté por la ventana y aquí estoy. Han salido al bosque con sus perros y escopetas. Me había escondido en ese gran castaño hueco, porque vi a uno de ellos atravesar la carretera, pero sus perros me van a descubrir. Voy a montar en tu caballo y a galopar hasta una legua más allá de Como; voy a Milán a arrojarme a los pies del virrey. Y si consientes de buen agrado dejaré tu caballo en la posta con dos napoleones para ti. Si opones la mayor resistencia, te mato con las pistolas que aquí ves. Si, una vez me aleje, echas tras de mí pista a los gendarmes, mi primo, el bravo conde Alari, caballerizo del emperador, se cuidará de que te rompan los huesos.
       Fabricio inventaba este cuento a medida que lo iba diciendo en un tono muy pacífico.

       Stendhal, La Cartuja de Parma. Madrid, Alianza Editorial. Área de conocimiento: Literatura, segunda edición, 2006. Página 215-216.
       Seleccionado por Andrea Alejo Sánchez. Primero de bachillerato, curso 2016-2017.

Los caballeros, Aristófanes




LOS CABALLEROS 

DEMÓSTENES
     ¡Ayayay! ¡Qué desgracia! ¡Ay! ¡ay! ¡Ojalá! acaben los dioses malamente con ese malvado recien comprado, el Paflagonio, y con sus intrigas, pues desde que se metió en casa siempre logra que se zurre la badana a los criados.
NICIAS
       Y que sea el primero de los paflagonios en acabar con sus calumnias de la peor manera.

DEMÓSTENES
       Infeliz, ¿cómo te encuentras?
NICIAS
       Mal, como tú.
DEMÓSTENES
       Ven aquí entonces y toquemos llorando a dúo con la flauta una endecha de Olimpo.

DEMÓSTENES Y NICIAS (Imitando el sonido de la flauta)
       Mu mu, mu mu, mu mu.
DEMÓSTENES 
       ¿Por qué geminos en vano? ¿No deberíamos buscar el modo de salvarnos ambos y dejar de llorar?

NICIAS
       ¿Y qué salvación puede haber?
DEMÓSTENES
       Dila tú.
NICIAS
       Dímela tú, para o pelearnos.

DEMÓSTENES
      ¡Por Apolo! Yo no. Habla con confianza y luego te expondré mi parecer.

NICIAS
      De eso ni pizca tengo. ¿Cómo lo expresaría de un modo sutil, al estilo de Eurípides? "¿ Podrías decirme tú lo que es menester que diga?"

DEMÓSTENES
       No, por favor, no me hagas tragar perifollos y encuentra algún 'pasacalle' para pasar del amo.

NICIAS
       Repite entonces muchas veces 'cabullámonos', empalmándolas así.

DEMÓSTENES
     Vale. Lo digo: 'cabullámonos'.

Aristófanes, Comedias, editorial gredos S.A, publicada en Madrid 2000, obra: Los Acarnienses ,página:163,164,165.
   Seleccionado por Lara Esteban González, primero bachillerato, curso 2016-2017.

Crimen y castigo, Dostoievski


                                                                    VII

     Aquel mismo día, pero ya por la noche, a las ocho, dirigióse Raskólkinov a ver a su madre y a su hermana... en aquel mismo cuarto, en la casa de Bakaliev, que les había buscado Razúmijin. La escalera arrancaba desde la calle misma. Raskólnikov empezó a subir retenido todavía el paso y como titubeando. ¿Entraría o no?... Pero no se volvió atrás; su resolución estaba tomada."Además, es lo mismo; ellas no saben nada -pensó-, y ya están acostumbradas a mirarme como a un ser raro..." Tenía la ropa en un estado horrible: toda sucia, de haber pasado toda la noche bajo la lluvia, arrugada, hecha jirones. La cara, casi desfigurada por el cansancio, el mal tiempo, la fatiga física y aquella lucha de cassi veinticuatro horas consigo mismo. Toda aquella noche la había pasado solo, sabe Dios dónde. Pero, por lo menos, había adoptado una resolución.
     Llamó a la puerta; salió a anrirle la madre. Dúnechka no estaba en casa. Tampoco se veía por allí a la criada. Puljeria Aleksándrovna, al principio, quedóse muda de alegre asombro; luego cogióle de la mano y metióle en la habitación.
     -¡Ah, pero eres tú! -exclamó, balbuciendo de puro alegre-. No te enojes conmigo, Rodria, por este recibimiento tan necio que te hago con lágrimas en los ojos; es que me río, no que lloro. ¿Te figuras tú que lloro? Pues no; es de alegría, es que he cogido esta necia costumbre: se me saltan las lágrimas. Me pasa eso desde que murió tu padre, que por cualquier cosa ya estoy llorando. Pero siéntate, palomito, que debes de estar cansado, harto lo veo. ¡Ah, y qué manchado estás!
     -Es que me cogió anoche la lluvia, mámascha -dijo Raskólnikov.
     -¡No, no! -exclamó Puljeria Aleksándrovna, interrumpiéndole-. Tú te crees que yo me voy a poner a preguntarte, siguiendo mi antigua costumbre de comadre; pero no; está tranquilo. Yo ahora, ¿sabes?, lo comprendo todo, todo lo comprendo; ahora ya me he hecho a las cosas de aquí, y veo de sobra que es lo mejor. De una vez para siempre me he dicho: "¿De dónde meterme yo a calarte los pensamientos y pedirte cuentas de nada?" Sabe Dios los asuntos y los planes que tú tendrás en tu cabeza, los pensamientos que estás madurando. ¿De dónde iba yo a cogerte de un brazo y preguntarte qué es lo que estás pensando...? ¡Diantre! Porque mira: yo... ¡Ah Señor! Pero ¿por qué he de andar yo manoteando acá y allá como asfixiada?... Has de saber, Rodia, que leí tu artículo del periódico tres veces seguidas, que me lo trajo Dmitrii Prokófich. Un grito de sorpresa lancé al verlo, porque yo, la muy tonta de mí, pensaba: "Anda: mira en lo que él se ocupaba; ahí tienes la explicación de todo. A todos los sabios les ocurre lo mismo. Puede que él ande revolviendo nuevas ideas en su cabeza en este mismo instante, que las esté madurando, mientras yo lo importuno y distraigo." He leído tu artículo, amiguito, y claro que muchas cosas de él no entiendo; pero, por los demás, así tiene que ser. ¿Cómo iba yo a entenderlo todo?


     Fiodor Mijailovski Dostoievski, Crimen y castigo, RBA Editores, 1994, Historia de la Literatura, páginas 471.
     Seleccionado por Rodrigo Perdigón Sánchez, primero de bachillerato. Curso 2016-2017.

El Escarabajo de Oro y otros cuentos, Edgar Allan Poe

LOS CRIMENES DE LA RUE Morgue

     Las condiciones mentales que pueden considerarse como analiticas son, en sí mientras, de dificil analisis. Las consideramos tan solo por sus efectos. De ellas conocemos, entre otras cosas, que son siempre, para el que las posee, cuando se poseen en grado extraordinario, una fuente de vivismos goces. Del mismo modo que el hombre fuerte disfruta con su habilidad física, deleitándose en ciertos ejercicios que ponen en accion sus músculos, el analista goza con esa actividad intelectual que se ejerce en el hecho de desentrañar. Consigue satisfacción hasta de las más triviales ocupaciones que ponen en juego su talento. Se desvive por los enigmas, acertijos y jeroglíficos, y en cada una de las soluciones muestras un sentido de agudeza que parece al vulgo una penetración sobrenatural. Los resultados obtenidos por un solo espíritu y la esencia de su procedimiento adquieren, realmente, la apariencia total de una intuicíon.
     Esta facultado de resolución está, tal vez, muy fortalecida por los estudios matemáticos, y especialmente por esa importantisima rama de ellos que, con ninguna propiedad y solo teniendo en cuena sus operaciones previas, ha sido llamada par excellence análisis. Y, no obstante, calcular no es intrínsecamente analizar. Un ajedrecista, por ejemplo, lleva a cabo lo uno sin esfozarse en lo otro.



       El Escarabajo de Oro y otros cuentos, Edgar Allan Poe. Madrid. Anaya, Edicion: 1981. Pag 89.
       Seleccionado por Javier Arjona Piñol. Primero de bachillerato, curso 2016-2017.

Argonáuticas, Apolonio de Rodas

Canto II
       Allí estaban los establos de los bueyes y el albergue de Ámico, el orgulloso rey de los bebrices, al que en otro tiempo, tras compartir el lecho con Posidón Engendrador, alumbrara una ninfa Melia de Bitinia, el más arrogante de los hombres. Éste incluso había impuesto a los extranjeros una norma indigna, que ninguno se marchara antes de haber probado con él el pugilato, y a muchos de sus vecinos había matado. También entonces, viniendo hasta la nave, en su soberbia no se dignó preguntarles el motivo de su navegación ni quiénes eran, y en medio de todos al instante tal discurso pronunció:
       << Escuchad, errantes marineros, lo que os conviene saber. Es preceptivo que ninguno de los forasteros, que se acerque a los bebrices, vuelva a partir antes de haber alcanzado sus puños contra mis puños. Así que proponed al mejor, a uno solo escogido de lo tropa, para combatir conmigo aquí mismo pugilato. Pero si, desatendiendo mis leyes, las pisoteáis, en verdad una dura coacción os perseguirá terriblemente >>.
       Habló altanero. Al oírlo se apoderó de ellos una salvaje cólera y la amenaza hirió sobre todo a Polideuces. Al punto se erigió en adalid de sus compañeros y exclamó:
       << Detente ahora, y no manifiestes, quienquiera que te ufanes de ser, tu malvada violencia contra nosotros. Pues nos someteremos a tus leyes, según proclamas. Yo mismo, voluntario, prometo enfrentarme a ti de inmediato >>.
       Así habló sin cuidado. Aquel le miró revolviendo los ojos, como un león herido por un dardo, al que unos hombres acosan en los montes, el cual, aunque acorralado por el grupo, ya no se preocupa de estos y dirige su mirada únicamente a un solo hombre, aquel que lo hirió el primero y no lo abatió.
       Entonces el Tindárida dejó el fino manto bien tejido, que le entregara como obsequio de hospitalidad una de las lemnias. El otro arrojó su doble capa oscura con sus broches y el tosco cayado que portaba de silvestre acebuche.


       Apolonio de Rodas, Argonáuticas, Editorial Gredos S.A. Madrid 2000, página 62 y 63.
       Seleccionado por Andrea Sánchez Clemente. Primero de bachillerato. Curso 2016/2017