Canto II
Allí estaban los establos de los bueyes y el albergue de Ámico, el orgulloso rey de los bebrices, al que en otro tiempo, tras compartir el lecho con Posidón Engendrador, alumbrara una ninfa Melia de Bitinia, el más arrogante de los hombres. Éste incluso había impuesto a los extranjeros una norma indigna, que ninguno se marchara antes de haber probado con él el pugilato, y a muchos de sus vecinos había matado. También entonces, viniendo hasta la nave, en su soberbia no se dignó preguntarles el motivo de su navegación ni quiénes eran, y en medio de todos al instante tal discurso pronunció:
<< Escuchad, errantes marineros, lo que os conviene saber. Es preceptivo que ninguno de los forasteros, que se acerque a los bebrices, vuelva a partir antes de haber alcanzado sus puños contra mis puños. Así que proponed al mejor, a uno solo escogido de lo tropa, para combatir conmigo aquí mismo pugilato. Pero si, desatendiendo mis leyes, las pisoteáis, en verdad una dura coacción os perseguirá terriblemente >>.
Habló altanero. Al oírlo se apoderó de ellos una salvaje cólera y la amenaza hirió sobre todo a Polideuces. Al punto se erigió en adalid de sus compañeros y exclamó:
<< Detente ahora, y no manifiestes, quienquiera que te ufanes de ser, tu malvada violencia contra nosotros. Pues nos someteremos a tus leyes, según proclamas. Yo mismo, voluntario, prometo enfrentarme a ti de inmediato >>.
Así habló sin cuidado. Aquel le miró revolviendo los ojos, como un león herido por un dardo, al que unos hombres acosan en los montes, el cual, aunque acorralado por el grupo, ya no se preocupa de estos y dirige su mirada únicamente a un solo hombre, aquel que lo hirió el primero y no lo abatió.
Entonces el Tindárida dejó el fino manto bien tejido, que le entregara como obsequio de hospitalidad una de las lemnias. El otro arrojó su doble capa oscura con sus broches y el tosco cayado que portaba de silvestre acebuche.
Apolonio de Rodas, Argonáuticas, Editorial Gredos S.A. Madrid 2000, página 62 y 63.
Seleccionado por Andrea Sánchez Clemente. Primero de bachillerato. Curso 2016/2017
Habló altanero. Al oírlo se apoderó de ellos una salvaje cólera y la amenaza hirió sobre todo a Polideuces. Al punto se erigió en adalid de sus compañeros y exclamó:
<< Detente ahora, y no manifiestes, quienquiera que te ufanes de ser, tu malvada violencia contra nosotros. Pues nos someteremos a tus leyes, según proclamas. Yo mismo, voluntario, prometo enfrentarme a ti de inmediato >>.
Así habló sin cuidado. Aquel le miró revolviendo los ojos, como un león herido por un dardo, al que unos hombres acosan en los montes, el cual, aunque acorralado por el grupo, ya no se preocupa de estos y dirige su mirada únicamente a un solo hombre, aquel que lo hirió el primero y no lo abatió.
Entonces el Tindárida dejó el fino manto bien tejido, que le entregara como obsequio de hospitalidad una de las lemnias. El otro arrojó su doble capa oscura con sus broches y el tosco cayado que portaba de silvestre acebuche.
Apolonio de Rodas, Argonáuticas, Editorial Gredos S.A. Madrid 2000, página 62 y 63.
Seleccionado por Andrea Sánchez Clemente. Primero de bachillerato. Curso 2016/2017
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