lunes, 26 de enero de 2015

Nuestra Señora de París, Victor Hugo

IV

EL PERRO Y EL DUEÑO



     Existía sin embargo un ser humano hacia el que Quasimodo no manifestaba el odio y la maldad que sentía  para con los otros y a quien amaba, quizás tanto, como a su catedral; era Claude Frollo.
     La razón era muy sencilla; Claude Frollo le había recogido, le había adoptado, le había alimentado y le había criado. De pequeñito venía a refugiarse entre las piernas de Claude Frollo cuando los perros y los niños le perseguían ladrando. Claude Frollo le había enseñado a hablar, a leer y a escribir y haberle dado, en fin, la gran campana en matrimonio era como entregar Julieta  a Romeo.
     Por todo eelo el agradecimiento de Quasimodo era profundo, apasionado, sin límites y aunque el rostro de su padre adoptivo fuese con demasiada frecuencia hosco y severo, aunque sus palabras fuesen habitualmente escasas, duras e imperativas, nunca aquella gratitud se había desmentido y el archidiácono tenía en Quasimodo al esclavo más sumiso, al criado más dócil y al guardián más vigilante. Cuando el desdichado campanero se quedó sordo se había establecido entre él y Claude Frollo un misterioso lenguaje de signos que sólo ellos dos comprendían, así que el archidiácono era el único ser humano con quien Quasimodo podía comuicarse. Sólo dos cosas había en este mundo con las que Quasimodo tuviera relación: Nuestra Señora y Claude Frollo.




Victor Hugo, Nuestra señora de París, Madrid, ed. Cátedra, col. Letras Universales, 1985, páginas 190 y 191.
Seleccionado por Laura Tomé Pantrigo

El fantasma de Canterville y otros cuentos, Oscar Wilde

I

     Era la última recepción que daba lady Wildermere antes de comenzar la primavera.
     Bentinck-House se hallaba más atestado de invitados que nunca. 
     Vinieron directamente seis miembros del Gabinete, una vez terminada de interpelación del speaker, con todas sus cruces y sus grandes bandas.
     Las mujeres bonitas lucía sus vestidos más elegantes, y, al final de la galería, estaba la princesa Sofía de Carlsrüe, una señora gruesa, de tipo tártaro, con unos ojillos negros y unas esmeraldas maravillosas, hablando con voz muy aguda en mal francés y riéndose sin mesura de todo cuanto la decían.
     Realmente, veíase allí una singular mezcolana de personas: arrogantes esposas de pares del reino charlaban cortésmente con violentos radicales.

Oscar Wilde, El fantasme de Canterville y otros cuentos, Madrid, ed. Alianza Editorial, 1977, pág 27.
Seleccionado por Alain Presentación Muñoz. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015

Casandra, Christa Wolf




     De repente me di cuenta de que me dolía mucho el corazón. Me levantaría otra vez, mañana ya, con un corazón al que llegaba el dolor.
     Quieres decir, Arisbe, que el ser humano no puede verse a sí mismo... Así es. No lo soporta. Necesita la imagen ajena... Y ¿nunca cambiará eso? ¿Siempre volverá a ocurrir igual? ¿Extrañamiento de sí mismo, ídolos, odio?... No lo sé. Una cosa sé: hay agujeros en el tiempo. Éste es uno de ellos, aquí y ahora. No debemos dejar que pase sin aprovecharlo.
     Allí, por fin, tenía mi <>.
     Aquella noche soñé, después de tantas noches desoladas y sin sueños. Veía colores, rojo y negro, vida y muerte. Se penetraban mutuamente, luchaban entre sí, como yo incluso en sueños había esperado, cambiando continuamente de forma producían nuevos dibujos, que podían ser increiblemente bellos. Eran como el agua, como un mar. En su centro vi una isla clara, a la que, en mi sueño- porque volaba;¡sí, volaba!- me acerqué  rápidamente. Qué había allí. Qué clase de ser. ¿Un hombre? ¿Un animal? Relucía como sólo reluce Eneas de noche. Qué alegría. Y entonces la caída, el viento, la oscuridad, el despertar. Hécuba mi madre. Madre, dije. Vuelvo a soñar... Levántate. Ven conmigo. Te necesitan. A mí no me escuchan.
     Así pues, ¿no podía quedarme? Aquí, donde me sentía bien. ¡Entonces estaba curada! Cila se agarró a mí, me mendigó: ¡Quédate! Yo miré a Arisbe, a Anquises. Sí, tenía que irme.



    Christa Wolf, Casandra, Madrid, edición Diario EL PAÍS, S.L., páginas 128, 129, 2005. SEleccionado por Andrea González García. Segundo de bachillerato, curso 2014-2015.

Leopoldo Alas, "Clarín", Su hijo único.

VI
     
    A la mañana siguiente, a las ocho, despertaron a Bonifacio diciendole que deseaba verle un señor sacerdote.
       -¡Un sacerdote a mí! Que entre.
      Saltó de la cama y pasó al gabinete contiguo a su alcoba; no puede decirse a su gabinete, pues era de uso común a todos los de casa. Atándose los cordones de la bata saludó a un viejecillo que entraba haciendo reverencias con un sombrero de copa alta muy grande y muy grasiento. Era un pobre cura de aldea, de la montaña, de aspecto humilde y aún miserable.
      Miraba a un lado y a otro; y, después de los saludos de ordenanza, pues en tal materia no mostraban gran originalidad ninguno de los interlocutores, el clérigo accedió a la invitación de sentarse, apoyándose en el borde de una butaca.
      -Pues, dijo, siendo usted efectivamente el legitimo esposo de doña Emma Varcárcel, heredera única y universal de D. Diego, que en paz descanse, no cabe duda que es usted la persona que debe oír... lo que, en el secreto de la confesión... se me ha encargado decirle... Sí, señor, a ella o a su marido, se me ha dicho... y yo... la verdad... prefiero siempre entenderme con... mis semejantes... masculinos, digámoslo así. A falta de usted no hubiera vacilado, créame, señor mío, en abocarme, si a mano viene, con la misma doña Emma Valcárcel, heredera universal y única de...
           

     Leopoldo Alas, "Clarín", Su único hijo, Madrid, Austral,1979, página 66 y 67. Seleccionado por Pablo Galindo Cano. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015

Nana, Emile Zola.

     Entonces, sin que Fauchery se tomara la molestia de preguntárselo, le dijo lo que sabía de los Muffat. En medio de la conversación de las señoras, que proseguía junto a la chimenea, bajaban ambos la voz; y cualquiera, viéndolos con sus corbatas y sus guantes blancos, hubiera creído que trataban algún tema grave, con un lenguaje selecto. Así, pues, mamá Muffat, a quien la Faloise había tratado mucho, era una vieja inaguantable, siempre entre sotanas; por lo demás, un porte magnífico, un gesto autoritario que lo doblegaba todo. En cuanto a Muffat, hijo tardío de un general hecho conde por Napoleón I , había salido naturalmente muyt favorecido con lo del 2 de diciembre. Tampoco era persona alegre, pero tenía fama de muy honrado, muy recto. Había que añadir a eso unas opiniones del otro mundo y un concepto tan elevado de su cargo en la corte, de sus dignidades y sus virtudes, que llevaba la cabeza como si fuera un sacramento. Aquella espléndida educación se la debía a mamá Muffat: confesión diaria, ninguna escapada, ninguna juventud, fuese del tipo que fuese. Era practicante y tenía arrebatos de fe de una violencia sanguínea, parecidos a accesos de delirio. Al final, para pintarlo con el último detalle, La Faloise le soltó a su primo una frase al oído.

Emile Zola, Nana. Editorial, Planeta. página,55. 1985, Barcelona.
Seleccionado por Nuria Muñoz Flores . Segundo de bachillerato, curso 2014/2015

Sonetos para Helena, Pierre de Ronsard

                                                         CANCIÓN
                                  Cuando converso aquí cerca de vos
                                  mi corazón se agita;
                                  tiemblan todos mis nervios, mis rodillas
                                  y hasta el pulso me falla.
                                  La sangre y el espíritu, el aliento,
                                  todo se desbarata ante mi Helena,
                                  mi penar caro y dulce.
                               
                                  Me vuelvo loco, pierdo la razón,
                                  ya no acierto a saber
                                  si soy libre o cautivo, si estoy muerto;
                                  vivo ya enajenado.
                                  Basta miraros para desvariar,
                                  turba vuestra mirada mi ser todo,
                                  tan grande es su poder.

                                  Vuestra belleza me hace al mismo tiempo
                                  padecer cien pasiones;
                                  y no obstante se alegran mis sentidos,
                                  olvidando el sufrir.
                                  Mis ojos os contemplan, y el oído
                                  escucha vuestra voz incomparable,
                                  maravilla del mundo.

                                  Ay, me habéis hechizado de tal modo
                                  que gozo en mi desdicha;
                                  y acepto satisfecho ese sufrir
                                  por amor al dolor.
                                  Quiero así tener siempre esa congoja,
                                  para que siempre así de vos me acuerde
                                  y el alma mía os dé.

                                  No tratéis, pues, de hablar con aquel brujo
                                  que es un hechizos hábil.
                                  Tendríais un espíritu divino
                                  si pudieseis amar.
                                  Mi mitad bienamada, quiera Dios
                                  que Amor con una flecha os incendiase
                                  como a mí me ha hechizado.

                                  Burla burlando quiso atraversarme
                                  el corazón entero;
                                  a vos, su amiga, no ha mostrado aún
                                  el dardo que me hirió.
                                  Me confieso dichoso con tal muerte
                                  y no quiero cederos esa herida
                                  a vos, bella señora.

                                  Grabad sobre mi tumba mi congoja
                                  en perdurable escrito:
                                  De un vendomés aquí reposa el cuerpo,
                                  su espíritu entre mirtos.
                                  Como Paris es fuerza que baje a los abismos,
                                  mas no como él por una Helena griega,
                                  sino una de Saintonge.
                                    
Sonetos para Helena, Libro Primero, Barcelona, Editorial Planeta, Colección Clásicos Universales Planeta, 1987, págs 9-10, Seleccionado por Rosa María Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.

Relato de Arthur Gordon Pym, Edgar Alan Poe

CAPÍTULO VI

     Mientras estuvimos junto a la caja, Augusto no me comunicó sino los principales detalles de este relato. Sólo hasta más tarde no entró de lleno en todos los pormenores. Le inquietaba que pudiesen echarle de menos, y yo ardía de impaciencia por salir de mi odioso lugar de reclusión. Decidimos dirigirnos en seguida hacia la abertura del castillo de proa, cerca de la cual debía yo permanecer por el momento, mientras él iría de reconocimiento. Dejar a Tigre en la caja era una cosa que n podíamos soportar ninguno de los dos; pero ¿qué íbamos a hacer? Ésta era la cuestión. El animal parecía ahora perfectamente tranquilo, y aplicando el oído sobre la caja, no podíamos percibir siquiera el ruido de su respiración. Estaba yo convencido de que había muerto, y decidí abrir la puerta. Lo encontramos tendido cuan largo era, sumido, al parecer, en un estupor profundo, aunque con vida aún.
     No había tiempo que perder, y aun así, no podía resignarme a abandonar a un animal que había sido dos veces el instrumento que salvó mi vida sin hacer ahora algún esfuerzo por salvarle... Lo arrastramos por eso con nosotros como pudimos, si bien con la mayor dificultad y fatiga; Augusto se veía obligado, la mayor parte del tiempo, a trepar por los obstáculos de nuestro camino con el enorme perro en brazos, una proeza que la debilidad en que me encontraba habríame hecho por completo incapaz de realizar.

Edgar Alan Poe, Relato de Arthur Gordon Pym, Barcelona, ed. Planeta, col.Clásicos Universales, 1978, página 59.
Seleccionado por Alain Presentación Muñoz. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.

La quimera del oro, Jack London

Diablo

     El perro era un diablo. Todo el Norte lo sabía. Muchos lo llamaban Engemdro del Infierno, pero su dueño, Black Leclère, escogió el vergonzoso nombre de Diablo. Black Leclère también era un demonio, y ambos hacían buena pareja. La primera vez que se vieron, Diablo era un cachorro delgado, hambriento y de ojos amargos. Se conocieron con un mordisco, un gruñido y unas miradas malévolas, pues el labio superior de Leclère se alzaba como el de un lobo, enseñando sus crueles dientes blancos. Se elevó en esos momentos, y sus ojos brillaron perversamente al extender la mano hacia Diablo y arrastrarlo fuera de la camada. Estaba claro que se adivinaron las intenciones, pues en el instante en que Diablo hundió sus colmillos de cachorro en la mano de Leclère, éste lo ahogaba impertérrito con el dedo índice y el pulgar.
     -¡Sacrédam!- dijo el francés suavemente, sacudiéndose la sangre de la mano mordida y contemplando como tosía y jadeaba el cachorrillo en la nieve.
     Leclère se volvió hacia John Hamlin, el tendero de Sesenta Millas:
     -Para eso lo quiero. ¿Cuánto es, m'sien? ¿Cuánto es? Se lo compro ahora mismo.
     Y compró a Diablo porque lo odiaba con un odio terrible e implacable. Luego, durante cinco años, los dos se aventuraron por toda la tierra del Norte, desde St. Michael y el delta del Yukón, hasta los límites de la tierra de Pelly, y hasta tan lejos como el río Peace, Athabaska y el Great Slave. Adquirieron la pero fama de intransigente maldad que jamás se había conocido en un hombre y en un perro



Jack London, La quimera del oro, Madrid, Editorial Anaya, S.A.,  páginas 98, 99, 1981. Seleccionado por Andrea González García. Segundo de bachillerato, curso 2014-2015.