lunes, 26 de enero de 2015

Casandra, Christa Wolf




     De repente me di cuenta de que me dolía mucho el corazón. Me levantaría otra vez, mañana ya, con un corazón al que llegaba el dolor.
     Quieres decir, Arisbe, que el ser humano no puede verse a sí mismo... Así es. No lo soporta. Necesita la imagen ajena... Y ¿nunca cambiará eso? ¿Siempre volverá a ocurrir igual? ¿Extrañamiento de sí mismo, ídolos, odio?... No lo sé. Una cosa sé: hay agujeros en el tiempo. Éste es uno de ellos, aquí y ahora. No debemos dejar que pase sin aprovecharlo.
     Allí, por fin, tenía mi <>.
     Aquella noche soñé, después de tantas noches desoladas y sin sueños. Veía colores, rojo y negro, vida y muerte. Se penetraban mutuamente, luchaban entre sí, como yo incluso en sueños había esperado, cambiando continuamente de forma producían nuevos dibujos, que podían ser increiblemente bellos. Eran como el agua, como un mar. En su centro vi una isla clara, a la que, en mi sueño- porque volaba;¡sí, volaba!- me acerqué  rápidamente. Qué había allí. Qué clase de ser. ¿Un hombre? ¿Un animal? Relucía como sólo reluce Eneas de noche. Qué alegría. Y entonces la caída, el viento, la oscuridad, el despertar. Hécuba mi madre. Madre, dije. Vuelvo a soñar... Levántate. Ven conmigo. Te necesitan. A mí no me escuchan.
     Así pues, ¿no podía quedarme? Aquí, donde me sentía bien. ¡Entonces estaba curada! Cila se agarró a mí, me mendigó: ¡Quédate! Yo miré a Arisbe, a Anquises. Sí, tenía que irme.



    Christa Wolf, Casandra, Madrid, edición Diario EL PAÍS, S.L., páginas 128, 129, 2005. SEleccionado por Andrea González García. Segundo de bachillerato, curso 2014-2015.

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