lunes, 26 de enero de 2015

La quimera del oro, Jack London

Diablo

     El perro era un diablo. Todo el Norte lo sabía. Muchos lo llamaban Engemdro del Infierno, pero su dueño, Black Leclère, escogió el vergonzoso nombre de Diablo. Black Leclère también era un demonio, y ambos hacían buena pareja. La primera vez que se vieron, Diablo era un cachorro delgado, hambriento y de ojos amargos. Se conocieron con un mordisco, un gruñido y unas miradas malévolas, pues el labio superior de Leclère se alzaba como el de un lobo, enseñando sus crueles dientes blancos. Se elevó en esos momentos, y sus ojos brillaron perversamente al extender la mano hacia Diablo y arrastrarlo fuera de la camada. Estaba claro que se adivinaron las intenciones, pues en el instante en que Diablo hundió sus colmillos de cachorro en la mano de Leclère, éste lo ahogaba impertérrito con el dedo índice y el pulgar.
     -¡Sacrédam!- dijo el francés suavemente, sacudiéndose la sangre de la mano mordida y contemplando como tosía y jadeaba el cachorrillo en la nieve.
     Leclère se volvió hacia John Hamlin, el tendero de Sesenta Millas:
     -Para eso lo quiero. ¿Cuánto es, m'sien? ¿Cuánto es? Se lo compro ahora mismo.
     Y compró a Diablo porque lo odiaba con un odio terrible e implacable. Luego, durante cinco años, los dos se aventuraron por toda la tierra del Norte, desde St. Michael y el delta del Yukón, hasta los límites de la tierra de Pelly, y hasta tan lejos como el río Peace, Athabaska y el Great Slave. Adquirieron la pero fama de intransigente maldad que jamás se había conocido en un hombre y en un perro



Jack London, La quimera del oro, Madrid, Editorial Anaya, S.A.,  páginas 98, 99, 1981. Seleccionado por Andrea González García. Segundo de bachillerato, curso 2014-2015.


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