lunes, 9 de mayo de 2016

Las flores del mal, Charles Baudelaire

XCVII

DANZA MACABRA

     Como un vivo orgullosa de su noble estatura,
con su gran ramillete, su pañuelo y sus guantes,
desenvuelta, indolente, tiene todo el aspecto
de una flaca coqueta que presume de excéntrica.

     ¿Es que ha habido en el baile tan esbelta cintura?
Su vestido excesivo, de amplitud soberana,
se derrama abundante sobre pies descarnados
con zapatos de gala, bellos como una flor.

     Los encajes se frunces ocultando clavículas
como arroyo lascivo que se arrima al roquedo,
y así, púdicos, velan de ridículas chanzas
los encantos ya fúnebres que prefiere ocultar.

     Son sus ojos hundidos de vacío y tinieblas,
y su cráneo, adornado con las más bellas flores,
blandamente se mece sobre frágiles vértebras,
¡oh, atracción de la nada con adornos grotescos!

     Siempre habrá quien te llame adefesio, los ebrios
de gozar toda carne, y que nunca comprenden
la elegancia sin nombre del humano armazón.
¡Oh, esqueleto, me agradas más que nada en el mundo?

    ¿Has venido a turbar con tu mueca espantosa
nuestra fiesta de Vida? ¿O algún viejo deseo
puede aún espolear tu viviente osamenta,
para hacerte acudir a un placer de aquelarre?

     Entre el son de violines y entre llamas de velas,
¿crees poder olvidar pesadillas burlonas?
¿O confías pedir a un torrente de orgías
que refresque el infierno que arde en tu corazón?

     Eres pozo insondable de pecados y errores,
del antiguo dolor alambique sin fin.
Veo aún la serpiente insaciable que vaga
por la reja que forman tus curvadas costillas.

     Aunque temo, coqueta, para serte sincero,
que no obtengas el fruto de tan grandes esfuerzos.
¿Hay acaso un mortal que aún entienda la burla?
El horror sólo atrae y arrebata a los fuertes.

     Son tus ojos abismos que contienen horrores
y que exhalan el vértigo, y si es cauto el que baila
no querrá contemplar sin amargas arcadas
la sonrisa perenne de tus treinta y dos dientes.

     Pero, ¿quién no abrazó algún día a esqueletos,
quién jamás no probó sepulcrales manjares?
¿Y qué importa el perfume, el tocado o la ropa?
Sólo por presumir alguien hace remilgos.

     Bayadera muy roma, oh ramera triunfal,
grita a quienes desdeñan el bailar en tus brazos:
«Currutacos altivos, aunque uséis tanto afeite,
oléis todos a muerte. Esqueletos fragantes,

     Antinoos marchitos, palidísimos dandys,
oh pulidos cadáveres, lovelaces canosos,
el vaivén general de la danza macabra
os arrastra a lugares ignorados por todos.

     Desde el frígido Sena hasta el Ganges ardiente,
el rebaño mortal va brincando, sin ver
en un hueco del techo la trompeta del Ángel
que amenaza siniestra como un negro trabuco.

     Bajo todos los cielos te contempla la Muerte
hacer mil contorsiones, hombre siempre risible,
y a menudo, imitándote, se perfume la mirra,
y así mezcla su burla con tu propia locura.»

       Charles Baudelaire, Las flores del mal, Barcelona, Planeta, Clásicos Universales Planeta, 1984, pág. 137-139.
        Seleccionado por Paula Ginarte Pérez, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016.

El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde

                                                                      Capítulo 1

       El intenso perfume de las rosas embalsaba el estudio y, cuando la ligera brisa agitaba los árboles del jardín, entraba, por la puerta abierta, un intenso olor a lilas o el aroma más delicado de las flores rosadas de los espinos .
       Lord Henry Wotton, que había consumido ya, según su costumbre, innumerables cigarrillos, vislumbraba, desde el extremo del sofá donde estaba tumbado-tapizado al estilo de las alfombras persas el resplandor de las floraciones de un codeso, de dulzura y color miel, cuyas ramas estremecidas apenas parecían capaces de soportar peso de una belleza tan deslumbrante como la suya; y, de cuando en cuando, las sombras fantásticas de pájaros en vuelo de deslizaban sobre largas cortinas de seda india colgadas delante de las inmensas ventanas, produciendo algo así como un efecto japonés, lo que le hacía pensar en los pintores de Tokyo, de rostros tan pálidos como el jade, que, por medio de un arte necesariamente inmóvil, tratan de transmitir la sensación de velocidad y de movimiento. El zumbido obstinado de las abejas, abriéndose camino entre el alto césped sin segar, o dando vueltas con monótona insistencia en torno a los polvorientos cuernos dorados de las desordenadas madreselvas, parecían hacer más opresiva la quietud, mientras los ruidos confusos de Londres eran como las notas graves de un órgano lejano.
       En el centro de la pieza, sobre un caballete recto, descansaba el retrato de cuerpo entero de un joven de extraordinaria belleza; y, delante, a cierta distancia, estaba sentado el artista en persona, el Basil Hallward cuya repentina desaparición, hace algunos años, tanto conmoviera a la sociedad y diera origen a tan extrañas suposiciones.
       Al contemplar la figura apuesta y elegante que con tanta habilidad había reflejado gracias a su arte, una sonrisa de satisfacción, que quizá hubiera podido prolongarse, iluminó su rostro.
       Pero el artista se incorporó bruscamente y, cerrando los ojos, se cubrió los párpados con los dedos, como si tratara de aprisionar en su cerebro algún extraño sueño del que temiese despertar.


        Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray, Madrid, Millenium, 1999, pág 256.
        Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez primero de bachillerato, curso 2015-2016


Los crímenes de la calle Morgue, Edgar Allan Poe

       Las características de la inteligencia que suelen calificarse de analíticas son en sí mismas poco susceptibles de análisis. Sólo las apreciamos a través de sus resultados. Entre otras sabemos que, para aquel que las posee en alto grado, son fuente del más vivo goce. Así como el hombre robusto se complace en su destreza física y se deleita con aquellos ejercicios que reclaman la acción de sus músculos, así el analista halla su placer en esa actividad del espíritu consistente en desenredar. Goza incluso con las ocupaciones más triviales, siempre que pongan en juego su talento. Le encantan los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos, y al solucionarlos muestra un grado de perspicacia que, para la mente ordinaria, parece sobrenatural. Sus resultados, frutos del método en su forma más esencial y profunda, tienen todo el aire de una intuición. La facultad de resolución se ve posiblemente muy vigorizada por el estudio de las matemáticas, y en especial por su rama más alta, que, injustamente y tan sólo a causa de sus operaciones retrógradas, se denomina análisis, como se si tratara del análisis par excellence. Calcular, sin embargo, no es en sí mismo analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, efectúa lo primero sin esforzarse en lo segundo. De ahí se sigue que el ajedrez, por lo que concierne a sus efectos sobre la naturaleza de la inteligencia, es apreciado erróneamente. No he de escribir aquí un tratado, sino que me limito a prolongar un relato un tanto singular, con algunas observaciones pasajeras; aprovecharé por eso la oportunidad para afirmar que el máximo grado de la reflexión se ve puesto a prueba por el modesto juego de damas de forma más intensa y beneficiosa que por toda la estudiada frivolidad del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen movimientos diferentes y singulares, con varios y variables valores, lo que sólo resulta complejo es equivocadamente confundido (error nada inusual) con lo profundo. Aquí se trata, sobre todo, de la atención. Si ésta cede un solo instante, se comete un descuido que da por resultado una pérdida o la derrota. Como los movimientos posibles no sólo son múltiples, sino intrincados, las posibilidades de descuido se multiplican y, en nueve casos de diez, triunfa el jugador más concentrado y no el más penetrante. En las damas, por el contrario, donde hay un solo movimiento y las variaciones son mínimas, las probabilidades de inadvertencia disminuyen, lo cual deja un tanto de lado a la atención, y las ventajas obtenidas por cada uno de los adversarios provienen de una perspicacia superior.
       Para hablar menos abstractamente, supongamos una partida de damas en la que las piezas se reducen a cuatro y donde, como es natural, no cabe esperar el menor descuido. Resulta obvio que (si los jugadores tienen fuerza pareja) sólo puede decidir la victoria algún movimiento sutil, resultado de un penetrante esfuerzo intelectual. Desprovisto de los recursos ordinarios, el analista penetra en el espíritu de su oponente, se identifica con él y con frecuencia alcanza a ver de una sola ojeada el único método (a veces absurdamente sencillo) por el cual puede provocar un error o precipitar a un falso cálculo.

Edgar Allan Poe,El escarabajo de oro y otros cuentos, Barcelona, Vicens Vives, Aula de Literatura, 2011, pág. 53-55.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016.