lunes, 9 de mayo de 2016

El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde

                                                                      Capítulo 1

       El intenso perfume de las rosas embalsaba el estudio y, cuando la ligera brisa agitaba los árboles del jardín, entraba, por la puerta abierta, un intenso olor a lilas o el aroma más delicado de las flores rosadas de los espinos .
       Lord Henry Wotton, que había consumido ya, según su costumbre, innumerables cigarrillos, vislumbraba, desde el extremo del sofá donde estaba tumbado-tapizado al estilo de las alfombras persas el resplandor de las floraciones de un codeso, de dulzura y color miel, cuyas ramas estremecidas apenas parecían capaces de soportar peso de una belleza tan deslumbrante como la suya; y, de cuando en cuando, las sombras fantásticas de pájaros en vuelo de deslizaban sobre largas cortinas de seda india colgadas delante de las inmensas ventanas, produciendo algo así como un efecto japonés, lo que le hacía pensar en los pintores de Tokyo, de rostros tan pálidos como el jade, que, por medio de un arte necesariamente inmóvil, tratan de transmitir la sensación de velocidad y de movimiento. El zumbido obstinado de las abejas, abriéndose camino entre el alto césped sin segar, o dando vueltas con monótona insistencia en torno a los polvorientos cuernos dorados de las desordenadas madreselvas, parecían hacer más opresiva la quietud, mientras los ruidos confusos de Londres eran como las notas graves de un órgano lejano.
       En el centro de la pieza, sobre un caballete recto, descansaba el retrato de cuerpo entero de un joven de extraordinaria belleza; y, delante, a cierta distancia, estaba sentado el artista en persona, el Basil Hallward cuya repentina desaparición, hace algunos años, tanto conmoviera a la sociedad y diera origen a tan extrañas suposiciones.
       Al contemplar la figura apuesta y elegante que con tanta habilidad había reflejado gracias a su arte, una sonrisa de satisfacción, que quizá hubiera podido prolongarse, iluminó su rostro.
       Pero el artista se incorporó bruscamente y, cerrando los ojos, se cubrió los párpados con los dedos, como si tratara de aprisionar en su cerebro algún extraño sueño del que temiese despertar.


        Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray, Madrid, Millenium, 1999, pág 256.
        Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez primero de bachillerato, curso 2015-2016


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