viernes, 13 de noviembre de 2015

Fiesta, Ernest Hemingway




                           Capitulo II
   Aquel invierno Robert Cohn se fue a América con su novela que le fue aceptada por un buen editor. Su marcha originó, al parecer, una terrible pelea. Creo que fue entonces cuando Francés lo perdió, pues en Nueva York varias mujeres fueron amables con él y regresó muy cambiado.Estaba más entusiasmado que nunca con los Estados Unidos, y no era ya ni tan sencillo ni tan amble. Los editores habían alabado en gran manera su novela, y eso se le había subido a la cabeza.Además, diversas mujeres se habían desvivido por serle agradable, cosa que trastocó todos sus horizontes. Durante cuatro años se había limitado exclusivamente a su mujer, y durante tres más. o casi tres, no había visto mas allá de Francés. Estoy seguro de que jamás en su vida se había enamorado. 
    Se había casado de rechazo, como reacción contra el cochino tiempo que había pasado en la universidad. y Francés lo pescó también de rechazo, cuando se dio cuenta de que no lo había sido todo para su primera mujer.


             Ernest Hemingway, Fiesta,  http://www.latertuliadelagranja.com/sites/default/files/Hemingway,%20Ernest%20-%20Fiesta_0.pdf
 Seleccionado por: Julia Mateos Gutiérrez curso 2015-2016

Fiesta, Ernest Hemingway


   



       Era una tibia noche de primavera. Robert se había ido y yo seguía sentado a una mesa
en la terraza del Napolitain, contemplando la caída de la noche, la aparición de los anuncios
luminosos, las señales rojas y verdes del tránsito, la multitud que pasaba, los coches de
caballos que marchaban con su clop-clop por el borde de las compactas filas de taxis, y las
poules que, solas o en parejas, iban en busca de su comida vespertina. Me fijé en una chica
bien parecida; pasó por delante de mi mesa, siguió calle arriba y la perdí de vista. Mientras
observaba a otra, vi que la primera volvía a acercarse. Pasó ante mí otra vez, se cruzaron
nuestras miradas, y entonces vino y se sentó a la mesa. Apareció el camarero.
      —¿Qué vas a tomar? —le pregunté.
      —Pernod.
      —Eso no es bueno para chiquillas.
      —Chiquilla lo serás tú. Dites, garçon, un pernod.
      —Un pernod para mí, también.
      —¿Qué? —preguntó—, ¿estamos de fiesta?
      —Claro. ¿Tú no?
      —No lo sé. En esta ciudad, una nunca lo sabe.
      —¿No te gusta París?
      —No.
      —¿Por qué no te vas a otro sitio?
      —No hay otro sitio.
      —¡Ah, muy bien, estás satisfecha!
      —¡Satisfecha! ¡Y un cuerno!
      El pernod es una especie de absenta de tono verdoso. Cuando se le añade agua, se
vuelve lechoso. Sabe a regaliz y levanta mucho los ánimos, pero la resaca que sigue es
todavía más considerable. Estuvimos allí sentados, bebiendo. La chica parecía hosca.
      —Bueno —pregunté—, ¿me vas a pagar la cena?
      Sonrió, y comprendí por qué tenía por principio no reírse. Con la boca cerrada era una
chica bastante bonita. Pagué las consumiciones y salimos a la calle. Hice señas a un fiacre y el
cochero detuvo el caballo al borde de la acera. Instalados en el fiacre, de lento y suave andar,
recorrimos la Avenue de l'Opéra, ancha, resplandeciente y casi desierta, y pasamos ante las
tiendas de puertas cerradas y escaparates iluminados. El fiacre pasó por delante del despacho
del New York Herald, con su escaparate lleno de relojes.
      —¿Para qué sirven todos esos relojes? —preguntó ella.
      —Indican la hora que es en toda América.
      —No me tomes el pelo.
      Doblamos la Avenue para tomar la Rue des Pyramides y, después de sortear el tránsito
de la Rue de Rívoli, entramos en las Tullerías por un oscuro portal. Ella se apretó contra mí y
yo la rodeé con el brazo. Levantó la cara para que la besara. Me tocó con la mano y yo se la
retiré.
      —No, no te molestes.
      —¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
      —Sí.
      —Todo el mundo está enfermo. Yo también lo estoy.
      Dejamos las Tullerías y salimos de nuevo a la luz, cruzamos el Sena y subimos por la Rue
des Saints Pères.
      —No deberías beber pernod, si estás enfermo.




Ernest Emiingway, Fiesta, www.latertuliadelagranja.com
Seleccionado por Maria Alegre Trujillo, Segundo de bachilllerato, Curso 2015-2016


Fiesta, Hemingway_Ernest


 Capítulo XV.


El domingo 6 de agosto al mediodía la fiesta estalló. No hay otra forma de expresar lo
que quiero decir. Durante todo el día había estado llegando gente de las afueras, pero uno no
se daba cuenta porque la ciudad los asimilaba. Bajo el sol ardiente, la plaza aparecía tan
tranquila como otro día cualquiera. Los campesinos estaban en las tabernas de las calles
alejadas del centro, bebiendo y preparándose para la fiesta. Hacía tan poco que habían llegado
de los llanos y las colinas, que tenían que acostumbrarse al cambio de valores paulatinamente.
No podían pagar desde el principio los precios de los cafés. En las tabernas se daba a su dinero
su justo valor. El dinero representaba todavía un determinado número de horas de trabajo o
de fanegas de trigo vendidas. Luego, cuando la fiesta estuviera avanzada, no importaría el
precio que pagaran ni el sitio donde compraran.

Aquel día empezaban las fiestas de San Fermín, y estaban en las tabernas de las
callejuelas de segundo orden desde las primeras horas del día. Por la mañana, al dirigirme a
misa a la catedral, los oí cantar a través de las puertas abiertas de las tabernas. Se estaban
poniendo en forma. A misa de once había mucha gente; San Fermín es también una festividad
religiosa.

Saliendo de la catedral, que estaba en la parte alta de la ciudad, bajé por una calle y subí
luego por otra hasta llegar al café de la plaza. Faltaba poco para mediodía. Robert Cohn y Bill
estaban sentados a una de las mesas. Las mesas de mármol y las sillas blancas de mimbre
habían desaparecido, y en su lugar había mesas de hierro y sillas plegables. El café parecía un
buque de guerra desmantelado tras un combate. Aquel día los camareros no le dejaban leer
tranquilamente a uno toda la mañana, sin acordarse de preguntarle si quería tomar algo. Tan
pronto me senté apareció uno.


Seleccionado por Laura Agustín Críspulo. Segundo de Bachillerato, curso 2015-2016.

Lolita, Vladimir Nabokov

Lolita, Vladimir Nabokov

El cuaderno rojo, P.Auster


     Uno de mis mejores amigos es un poeta francés  que  se  llama  C.  Hace  ya  más  de veinte años que nos conocemos, y, aunque no nos vemos muy a menudo (él vive en París y yo en Nueva York), seguimos man- teniendo una estrecha relación. Es una relación fraternal, como si en una vida anterior hubiéramos sido de verdad hermanos. 
     C. es un hombre muy contradictorio. Se abre al mundo y a la vez se aísla del mundo: es una figura carismática con multitud de amigos en todas partes (legendaria por su amabilidad, su humor y su conver- sación chispeante), y, sin embargo, ha sido herido por la vida, y le cuesta un auténtico esfuerzo enfrentarse a las tareas sencillas 64que la mayoría de la gente da por resueltas. Poeta excepcionalmente dotado y pen- sador de la poesía, C. sufre, sin embargo, frecuentes bloqueos en su trabajo de escritor, rachas patológicas de desconfianza en sí mismo, y, cosa sorprendente (para alguien tan generoso, tan totalmente desprovisto de mezquindad), es capaz de rencores y rencillas interminables, generalmente por una tontería o por algún principio abstracto. Nadie es tan universalmente admirado como C., nadie posee más talento, nadie se erige con mayor facilidad en el centro de atención, y, sin embargo, siempre ha hecho todo lo que ha podido para estar al margen. Desde que se separó de su mujer hace muchos años, ha vivido solo en una serie de pequeños apartamentos de una habitación subsistiendo prácticamente sin dinero con empleos efímeros y esporádicos, publicando poco y rehusando escribir una sola palabra de crítica literaria, aunque lo lea todo y sepa más de poesía contemporánea que ninguna otra persona en Francia. Para los que lo queremos (y somos muchos), C. es a menudo motivo de inquietud. En la medida en que lo respetamos y deseamos su bien, también nos preocupamos por él. 
     Tuvo una infancia difícil. No puedo decir hasta qué punto eso lo explica todo, pero no deberíamos pasar por alto los hechos. Parece que su padre se fue con otra mujer cuando C. era pequeño, y mi amigo se crió con su madre, hijo único sin una vida familiar digna de este nombre. Nunca he conocido a la madre de C., pero, según todos los indicios, tiene un carácter extraño. Durante la infancia y la adolescencia de C., fue de amor en amor, cada vez con  un  hombre  más  joven.  En  la  época  en que C. abandonó su casa para ingresar en el ejército a la edad de veintiún años, el novio de su madre apenas era mayor que él. En los últimos años, el objetivo principal de su vida ha sido una campaña a favor de la canonización de un sacerdote italiano (cuyo nombre se me escapa ahora). Asedió a las autoridades católicas con un sinfín de cartas en defensa de la santidad de ese individuo, e incluso llegó a encargar a un artista una estatua a tamaño natural del cura: todavía se alza en su jardín como perdurable testimonio de su causa.

P. Auster, El cuaderno rojo, www.rebocultura.net/Documentos/archivos/The%20red%20book%20/Auster,%20Paul%20-%20El%20cuaderno%20rojo.pdf, Pág. 63-66.

Seleccionado por Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.



Lolita, Vladimir Nabokov




A propósito: me he preguntado a menudo qué se hizo después de esas nínfulas. En este mundo hecho de hierro forjado, de causas y efectos entrecruzados, ¿podría ocurrir que el oculto latido que les robé no afectara su futuro? Yo la había poseído, y ella nunca lo supo. Muy bien. Pero; ¿eso no habría de descubrirse en el futuro? Implicando su imagen en mi voluptuosidad, ¿no interfería yo su destino? ¡Oh, fuente de grande y terrible obsesión! Sin embargo, llegué a saber cómo eran esas nínfulas encantadoras, enloquecedoras, de brazos frágiles, una vez crecidas. Recuerdo que caminaba un día por una calle animada en un gris ocaso de primavera, cerca de la Madeleine. Una muchacha baja y delgada pasó junto a mí con paso rápido y vacilante sobre sus altos tacones. Nos volvimos para mirarnos al mismo tiempo. Ella se detuvo. Me acerqué. Tenía esa típica carita redonda y con hoyuelos de las muchachas francesas, y apenas me llegaba al pelo del pecho.



Vladimir Nabokov, Lolita,Ediciones Grijalbo, S. A., 1975.
seleccionado por Paola Moreno Díaz , segundo de bachillerato, curso 2015-2016.







Adiós a las armas,Ernest Hemingway


-No, aún no. El doctor está con ella.
-¿Es grave?
-Muy grave.
La enfermera entró en la habitación y cerró la puerta. Me senté en el corredor. Me
sentí vacío. No pensaba, no podía pensar. Sabía que iba a morir y recé para que no
muriera. No la dejes morir. Oh, Dios mío, te lo ruego, no la dejes morir. Haré todo lo
que quieras si no la dejas morir. Te lo ruego, te lo ruego, te lo ruego. Dios mío, no la
dejes morir... Dios mío, no la dejes morir... Te lo ruego, te lo ruego, te lo ruego, no la
dejes morir... Dios mío, te lo ruego, no la dejes morir... Haré todo lo que quieras si no
la dejas morir... El niño ha muerto, pero a ella no la dejes morir. Tenías razón, pero
no la dejas morir... Te lo ruego, te lo ruego, Dios mío, no la dejes morir..
La enfermera abrió la puerta y, con el dedo, me indicó que entrase. La seguí a la
habitación. Catherine no levantó la vista cuando entré. Me acerqué a la cama. El
doctor estaba de pie al otro lado. Catherine me miró y sonrió. Me incliné sobre la
cama llorando.
-Mi pobre querido -dijo Catherine dulcemente. Tenía mal aspecto.
-No es nada, Cat -dije-, te curarás.
-Voy a morir -dijo. Se calló y añadió-: Y no quiero morir... no quiero.
Le cogí la mano.
-No me toques -dijo.
Le solté la mano. Sonrió.
-Mi pobre querido... sí, ya, tócame tanto como quieras.
-Te curarás, Cat. Sé que te curarás.
-Quería escribirte una carta por si pasaba algo, pero no lo hice.
-¿Quieres que vaya a buscar un sacerdote o alguien para que te vea?
-No quiero ver a nadie más que a ti. -Luego, después de un silencio-. No tengo
miedo, pero la idea de la muerte me causa horror.
-No debe hablar tanto -dijo el doctor.
-Bueno -dijo Catherine.
-¿Puedo hacer algo por ti, Cat? ¿Puedo ir a buscarte algo?
Catherine sonrió.
-No. -Un momento después añadió-: Lo que hacíamos juntos, ¿no lo harás con otra
mujer, dime? ¿No le dirás las mismas cosas?
-Nunca.
-Sin embargo, quiero que vayas con otras mujeres.

   Ernest Heingway, Adiós a las armashttp://www.novelas.rodriguezalvarez.com, pág.243
   Seleccionado por Daniel Carrasco Carril, segundo de bachillerato,curso 2015-2016.

La perla, John Steinbeck


 



-Han cogido la perla; la he perdido. Ya se acabó todo  -se lamentó- ahora 
que no tenemos la perla
 Juana le tranquilizó como si fuera un chiquillo.
 -Calla -le dijo-. Aquí está tu perla; la encontré en el camino. ¿Me oyes? Aquí
está tu perla. ¿Entiendes? Has matado a un hombre y debemos irnos antes 
 de que amanezca.
-Me atacaron -explicó Kino con voz temblorosa- y luché por salvar mi vida.
-¿Recuerdas lo que pasó ayer? -preguntó Juana - ¿Recuerdas cómo son los 
hombres de la ciudad? ¿Crees que esta explicación podrá salvarte?
Kino exhaló un largo suspiro y trató de vencer su modorra.
-No  -contestó-. Tienes razón.  -Su voluntad se tonificó y volvió a ser un
hombre.
-Ve a casa y trae a Coyotito -ordenó- y to do el maíz que encuentres. Sacaré 
la canoa y nos iremos.
Recogió el cuchillo y se separó de ella. Dando   traspiés llegó hasta su canoa, 
y cuando la luz lunar se hizo más fuerte vio un gran orificio practicado en el 
fondo de la embarcación. Una ira destructora lo invadió dándole fuerzas. 
Las tinieblas se cernían sobre su familia, la música maldita llenaba la noche, 
silbando sobre los mangles, acompasada por el batir de las olas. Aquella era 
la canoa de su abuelo, heredada por varias generaciones, y ahora estaba 
inutilizada. Era una maldad que superaba toda imaginación. El asesinato de 
un hombre no era tan grave pecado como el asesinato de su canoa, porque 
una canoa no tiene hijos, no puede protegerse, y sus heridas no cicatrizan.
 Había pena en la rabia de Kino, pero esta última desgracia le había
endurecido como para resistir cualquier golpe. Era ya como una bestia, 
escondiéndose, atacando y viviendo tan sólo para proteger a su familia. No 
tenía conciencia clara del dolor que atenazaba su cabeza. Caminaba por la 
playa hacia su cabaña sin ocurrírsele tomar una de las canoas de sus
vecinos. Ni una sola vez pasó esta idea por su cabeza, como no se le 
hubiera ocurrido destrozar una de ellas.
Los gallos alzaban sus voces y el alba no estaba lejana. Por las paredes de 
las chozas escapaba el humo de tempranos fuegos, y en el aire se notaba 
ya el aroma de las tortas. Ya se agitaban los pajarillos en los matorrales, la 
luna debilitaba su luminosidad y las nubes se apelmazaban hacia el sur. El 
viento era fresco y penetraba en el estuario, un viento inquieto y nervioso 
que olía a tormenta.
Kino estaba recobrando algo de su animación. Y no eran confusas sus ideas; 
sólo quedaba una cosa por hacer, y sus manos acariciaban primero la perla 
luego el cuchillo.




John Steinbeck, La perla, perso.wanadoo.es
Seleccionado por Maria Alegre Trujillo, segundo de bachillerato, curso 2015-2016

El color púrpura, Alice Walker. Obra completa.

El color púrpura, A. Walker. Obra completa.