viernes, 13 de noviembre de 2015

Fiesta, Ernest Hemingway


   



       Era una tibia noche de primavera. Robert se había ido y yo seguía sentado a una mesa
en la terraza del Napolitain, contemplando la caída de la noche, la aparición de los anuncios
luminosos, las señales rojas y verdes del tránsito, la multitud que pasaba, los coches de
caballos que marchaban con su clop-clop por el borde de las compactas filas de taxis, y las
poules que, solas o en parejas, iban en busca de su comida vespertina. Me fijé en una chica
bien parecida; pasó por delante de mi mesa, siguió calle arriba y la perdí de vista. Mientras
observaba a otra, vi que la primera volvía a acercarse. Pasó ante mí otra vez, se cruzaron
nuestras miradas, y entonces vino y se sentó a la mesa. Apareció el camarero.
      —¿Qué vas a tomar? —le pregunté.
      —Pernod.
      —Eso no es bueno para chiquillas.
      —Chiquilla lo serás tú. Dites, garçon, un pernod.
      —Un pernod para mí, también.
      —¿Qué? —preguntó—, ¿estamos de fiesta?
      —Claro. ¿Tú no?
      —No lo sé. En esta ciudad, una nunca lo sabe.
      —¿No te gusta París?
      —No.
      —¿Por qué no te vas a otro sitio?
      —No hay otro sitio.
      —¡Ah, muy bien, estás satisfecha!
      —¡Satisfecha! ¡Y un cuerno!
      El pernod es una especie de absenta de tono verdoso. Cuando se le añade agua, se
vuelve lechoso. Sabe a regaliz y levanta mucho los ánimos, pero la resaca que sigue es
todavía más considerable. Estuvimos allí sentados, bebiendo. La chica parecía hosca.
      —Bueno —pregunté—, ¿me vas a pagar la cena?
      Sonrió, y comprendí por qué tenía por principio no reírse. Con la boca cerrada era una
chica bastante bonita. Pagué las consumiciones y salimos a la calle. Hice señas a un fiacre y el
cochero detuvo el caballo al borde de la acera. Instalados en el fiacre, de lento y suave andar,
recorrimos la Avenue de l'Opéra, ancha, resplandeciente y casi desierta, y pasamos ante las
tiendas de puertas cerradas y escaparates iluminados. El fiacre pasó por delante del despacho
del New York Herald, con su escaparate lleno de relojes.
      —¿Para qué sirven todos esos relojes? —preguntó ella.
      —Indican la hora que es en toda América.
      —No me tomes el pelo.
      Doblamos la Avenue para tomar la Rue des Pyramides y, después de sortear el tránsito
de la Rue de Rívoli, entramos en las Tullerías por un oscuro portal. Ella se apretó contra mí y
yo la rodeé con el brazo. Levantó la cara para que la besara. Me tocó con la mano y yo se la
retiré.
      —No, no te molestes.
      —¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
      —Sí.
      —Todo el mundo está enfermo. Yo también lo estoy.
      Dejamos las Tullerías y salimos de nuevo a la luz, cruzamos el Sena y subimos por la Rue
des Saints Pères.
      —No deberías beber pernod, si estás enfermo.




Ernest Emiingway, Fiesta, www.latertuliadelagranja.com
Seleccionado por Maria Alegre Trujillo, Segundo de bachilllerato, Curso 2015-2016


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