-Han cogido la perla; la he perdido. Ya se acabó todo -se lamentó- ahora
que no tenemos la perla
Juana le tranquilizó como si fuera un chiquillo.
-Calla -le dijo-. Aquí está tu perla; la encontré en el camino. ¿Me oyes? Aquí
está tu perla. ¿Entiendes? Has matado a un hombre y debemos irnos antes
de que amanezca.
-Me atacaron -explicó Kino con voz temblorosa- y luché por salvar mi vida.
-¿Recuerdas lo que pasó ayer? -preguntó Juana - ¿Recuerdas cómo son los
hombres de la ciudad? ¿Crees que esta explicación podrá salvarte?
Kino exhaló un largo suspiro y trató de vencer su modorra.
-No -contestó-. Tienes razón. -Su voluntad se tonificó y volvió a ser un
hombre.
-Ve a casa y trae a Coyotito -ordenó- y to do el maíz que encuentres. Sacaré
la canoa y nos iremos.
Recogió el cuchillo y se separó de ella. Dando traspiés llegó hasta su canoa,
y cuando la luz lunar se hizo más fuerte vio un gran orificio practicado en el
fondo de la embarcación. Una ira destructora lo invadió dándole fuerzas.
Las tinieblas se cernían sobre su familia, la música maldita llenaba la noche,
silbando sobre los mangles, acompasada por el batir de las olas. Aquella era
la canoa de su abuelo, heredada por varias generaciones, y ahora estaba
inutilizada. Era una maldad que superaba toda imaginación. El asesinato de
un hombre no era tan grave pecado como el asesinato de su canoa, porque
una canoa no tiene hijos, no puede protegerse, y sus heridas no cicatrizan.
Había pena en la rabia de Kino, pero esta última desgracia le había
endurecido como para resistir cualquier golpe. Era ya como una bestia,
escondiéndose, atacando y viviendo tan sólo para proteger a su familia. No
tenía conciencia clara del dolor que atenazaba su cabeza. Caminaba por la
playa hacia su cabaña sin ocurrírsele tomar una de las canoas de sus
vecinos. Ni una sola vez pasó esta idea por su cabeza, como no se le
hubiera ocurrido destrozar una de ellas.
Los gallos alzaban sus voces y el alba no estaba lejana. Por las paredes de
las chozas escapaba el humo de tempranos fuegos, y en el aire se notaba
ya el aroma de las tortas. Ya se agitaban los pajarillos en los matorrales, la
luna debilitaba su luminosidad y las nubes se apelmazaban hacia el sur. El
viento era fresco y penetraba en el estuario, un viento inquieto y nervioso
que olía a tormenta.
Kino estaba recobrando algo de su animación. Y no eran confusas sus ideas;
sólo quedaba una cosa por hacer, y sus manos acariciaban primero la perla
luego el cuchillo.
John Steinbeck, La perla, perso.wanadoo.es
Seleccionado por Maria Alegre Trujillo, segundo de bachillerato, curso 2015-2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario