lunes, 24 de febrero de 2014

Leyendas del Cáucaso y de la Estepa, Alexandre Dumas

        Canción de cuna

     Sin hacerse idea de lo tarde que era ya, un día en que peleaba la pava colgada del brazo jardinero, el ama oyó que daban las doce. Y de pronto cayó en la cuenta de que había dejado solo al pequeño Hermann desde las siete de la tarde. Regresó al castillo de manera precipitada y, al amparo de la oscuridad, cruzó por el patio sin que nadie la viera. Llegó hasta la escalera y subió, sin dejar de mirar con inquietud a todos lados, sin hacer ruido al andar y sin apenas respirar, porque a falta de los reproches que no le hacían el conde, por su despreocupación, y la condesa, por su falta de cariño, su conciencia no dejaba de recordarle que censurable su negligencia. Sin embargo, se quedó mas tranquila cuando, al acercarse a la puerta de habitación, no oyó los gimoteos del  niño: probablemente, se habría quedado dormido de tanto llorar. Más tranquila, pues buscó la llave en su bolsillos, la introdujo con cuidado en la cerradura, la hizo girar muy lentamente y empujó la puerta con suavidad.
      Pero después de que la puerta cediera y ella paseara su mirada por la estancia, aquella malvada ama se puso lívida y se echó a temblar, porque sus ojos vieron algo que  resultaba incomprensible. A pesar de que, como ya hemos dicho, tuviera la llave en el bolsillo, llave de la que no existía ninguna copia, una mujer había entrado en la habitación durante su ausencia; una presencia femenina, pálida, taciturna y sombría, estaba de pie al lado del pequeño Hermann. Su mano mecía lentamente la cuna, mientras que de sus labios, blancos como el mármol, brotaba una canción que no había sido compuesta para voces humanas.





Alexandre Dumas, Leyenda del Cáucaso y de la Estepa, pág. 34-35. Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de Bachillerato, curso 2013-2014.

Nuestra señora de París, Victor Hugo.

                                                               V
                                      LA LLAVE DE LA PUERTA ROJA

       El archidiácono había llegado a enterarse por los rumores de la calle de qué forma se había salvado la egipcia y cuando lo confirmó no supo lo que sintió. Se había hecho a la idea de la muerte de Esmeralda y de esta manera vivía tranquilo pues había llegado a la sima más profunda del dolor. El corazón humano (dom Claude había meditado mucho sobre este tema) no puede aguantar más que un cierto grado de desesperación. Cuando la esponja está ya totalmente empapada, el mar puede cubrirla pero sin añadirle ni una lágrima más.
       Si la Esmeralda hubiera muerto, la esponja estaría empapada y ya todo estaría dicho para dom Claude en esta tierra. Pero al saberla viva, al igual que Febo, nuevamente volverían las torturas, las sacudidas, las alternativas; la vida en fin. Y Claude estaba harto de todo aquello.
       Así, pues, al confirmar la noticia, se encerró en su celda del claustro y no apareció ni en las conferencias capitulares ni en los oficios. Cerró la puerta a todos incluso al obispo y así quedó enclaustrado durante varias semanas. Le creyeron enfermo y así era, en efecto. ¿Qué hacía así encerrado? ¿Bajo qué pensamientos se debatía el infortunado? ¿Se estaba entregando a su última batalla, a su temible pasión? ¿Estaba elaborando un último plan de muerte para ella y de perdición para él? 
       Su Jehan, su adorado hermano, su niño mimado, llegó a su puerta en una ocasión y llamó y juró y suplicó y se identificó diez veces, pero Claude no abrió.



  Victor Hugo, Nuestra señora de París, ed. Cátedra, col. Letras Universales, Madrid, 1985, páginas 398-399. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

Los afanes del veraneo, Carlo Goldoni

ACTO PIMERO

ESCENA I

Habitación de casa de LEONARDO

        PABLO, que está colocando los trajes y ropa en un baúl; luego LEONARDO.
     LEONARDO. (A PABLO.) ¿Qué estás haciendo en esta habitación? Hay cien cosas pendientes y tú aquí perdiendo el tiempo, sin hacer ninguna.
       PABLO. Disculpe, señor. Yo creo que preparar el baúl es una de las cosas que hay que hacer.
       LEONARDO. Te necesito para algo más importante. El baúl mándaselo llenar a las mujeres.
       PABLO. Las mujeres están con la señora; andan muy ocupadas con ella y no hay forma ni siquiera de verlas.
       LEONARDO. Ese es el defecto de mi hermana. No está nunca contenta. Querría tener siempre a la servidumbre ocupada en sus cosas. Cuando se va de veraneo no le basta un mes para prepararse.  Dos mujeres empleadas durante un mes solo para ella. Es una cosa insufrible.
       PABLO. Pues encima, no bastándole las dos mujeres, aún ha llamado a otras dos para que ayuden.
       LEONARDO. ¿Y para qué quiere tanta gente? ¿Le están haciendo algún vestido nuevo?
       PABLO. No, señor. El vestido nuevo se lo hace el sastre. En casa esas mujeres le arreglan los vestidos usados. Ha mandado hacer mantillas, mantones, cofias de día, cofias de noche, una porción de puntillas surtidas, de cintas, de adornos, un montón de cosas; y todo eso para ir al campo. Hoy día el campo es más exigente que la ciudad.
       LEONARDO. Pues sí, desgraciadamente es cierto que quien quiere figurar en sociedad tiene que hacer lo que hacen los demás. Nuestro sitio de veraneo, Montenero, es uno de los más frecuentados, y de más compromiso que los otros. Los acompañantes con los que hay que  alternar no son unos cualquiera. Hasta yo me veo en la obligación de hacer más de lo que quisiera. Por eso te necesito. Las horas pasan, hay que salir de Liorna antes del atardecer, y quiero que todo esté preparado y que no falte nada.
       PABLO. Mande usted, que yo haré todo lo que pueda.
       LEONARDO. Antes de nada, pasemos revista a lo que hay y a lo que haría falta. Los cubiertos tengo miedo de que sean pocos.
       PABLO. Dos docenas deberían ser suficientes.
       LEONARDO. Para  lo ordinario, también yo lo creo. Pero, ¿quién me asegura que no vendrán monotnes de amigos? En el campo se suele tener la mesa siempre preparada. Conviene estar prevenidos. Los cubiertos se cambian frecuentemente, y dos juegos no bastan.
       PABLO. Le ruego que me disculpe si hablo con demasiada libertad. El señor no está obligado a hacer todo lo que hacen los marqueses florentinos, que tienen feudos y fincas grandísimas, y cargos, y dignidades grandiosas.
       LEONARDO. Y yo no tengo necesidad de que mi criado se me ponga pedante.
       PABLO. Perdóneme; no vuelvo a hablar más.
   

 Los afanes del veraneo, Carlo Goldoni. ACTO PRIMERO, ESCENA PRIMERA; pags 147 y 148. Editorial: Cátedra, Madrid, 1985. Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín. Curso: Segundo de bachillerato.

Tartufo, Molière

       ORGÓN. Mariana.
       MARIANA. Sí, padre.
       ORGÓN. Acercaos, he de deciros algo en secreto.
       MARIANA. ¿Qué buscáis?
       OREGÓN. (Asomándose a una pequeña recámara.) Miro no sea que haya alguien que pueda oírnos, pues este cuarto es de lo más apropiado para espiar. Perfecto, así estamos bien. Como sabéis, Mariana, siempre he visto en vos un carácter apacible y desde vuestra más tierna edad os vengo profesando un cariño sin reservas.
       MARIANA. Y yo me siento agradecida por ese amor de padre.
       ORGÓN. Muy bien dicho, hija mía. Y para haceros merecedora de él, habéis de esforzaros en complacerme.
       MARIANA. En ello cifro todo mi esfuerzo.
       ORGÓN. ¡Muy bien! ¿Y qué me decís de Tartufo, nuestro huésped?
       MARIANA. ¿Quién yo?
       ORGÓN. Sí, vos, y mirad bien qué respondéis.
       MARIANA. ¡Ay! Diré de él lo que vos dispongáis.
       ORGÓN. Eso es hablar sensatamente. Decdime, pues, hija mía, que toda su persona irradia un elevado mérito, que os ha enternecido el corazón y que os agradaría sobremanera verle convertido, por elección mía, en vuestro esposo, ¿eh?.
       MARIANA. (Retrocediendo, sorprendida.) ¿Eh?


   Molière, Tartufo, ed. Vicens Vives, col. Clásicos Universales, Barcelona, páginas 39-40. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

lunes, 17 de febrero de 2014

La montaña mágica, capítulo IV "Compra necesaria", Thomas Mann

COMPRA NECESARIA


       -¿Qué?¿Ya se ha acabado el verano?-preguntó Hans Castorp, ironicamente, a su primo el tercer día.
       El tiempo había cambiado de un modo terrible.
       El segundo día completo pasado por el visitante allá arriba fue de un esplendor verdaderamente estival. El azul profundo del cielo brillaba por encima de las copas puntiagudas de los abetos; la aldea, en el fondo del valle, resplandecía, bajo una claridad que se había hecho vibratil, por el calor, mientras el tintineo de las esquilas de las vacas que pacían en la hierba corta y tibia de las praderas animaba el aire con una alegría dulcemente contemplativa.
       A la hora del desayuno las señoras habían aparecido ya con ligeras blusas de lino: algunas de ellas incluso con los brazos al aire, lo que no sentaba igualmente bien a todas. La señora Stoehr, por ejemplo, no resultaba muy favorecida; sus brazos eran demasiado esponjosos y la transparencia del vestido no le sentaba demasiado bien.
       Los señores del sanatorio habían tenido tambien en cuenta el espléndido tiempo para elegir sus trajes. Las chaquetas de alpaca y de hilo  habían hecho su aparición y Joachim se puso unos pantalones de franela de color marfil y una chaqueta azul,combinación que daba a su cuerpo un aire completamente militar. En lo que se refiere a Settembrini, había manifestado sin duda repetidas veces su intención de cambiar de traje.
       - ¡Qué diablo!- exclamómientras se paseaba, después del lunch, en compañía de los primos, por una de las calles de la aldea-. ¡Cómoquema el sol; será necesario ponerse ropa ligera!
       Pero, a pesar de que había dicho esto completamente convencido, continuó llevando su larga levita de anchas solapas y sus pantalones a cuadros. Sin duda no tenía más prendas que éstas.
       Mas, al tercer día, se hubiera dicho que la Naturaleza había sido cambiada y que todo orden había sido transformado. Hans Castorp no podía creer aquello. Fue después de la comida; desde hacía veinte minutos estaba entregado a la cura de reposo, cuando el sol se ocultó rápidamente; feas y turbias nubes surgieron por encima de las cúspides y un viento extranjero, frío, que penetraba hasta la medula de los huesos como si llegase de regiones glaciales y desconocidas, comenzó a barrer de pronto el valle; la temperatura descendió y se inauguró un nuevo régimen.
       -Nieve- dijo la voz de Joachim, detrás de la mampara de  cristales.
       -¿Qué quieres decir con eso de "nieve"?- preguntó Hans-. Supongo que no supondrás que ahora va a nevar.
       -Seguramente- contestó Joachim-. Ya conocemos este viento. Cuando hace su aparición, podemos tener la seguridad de que nos pasearemos en trineo.
       -Eso es idiota- manifestó Hans Castorp-. Si no me equivoco, nos hallamos a principios de agosto.


La montaña mágica, Thomas Mann. Capítulo IV; pags 98 y 99. Editorial: Plaza y Janes, Barcelona, 1987, tercera edición. Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín. Curso: Segundo de bachillerato.

El escarabajo de oro y otros cuentos, Edgar Allan Poe


  EXTRAORDINARIOS CRÍMENES 

      "Esta madrugada, alrededor de las tres, los habitantes del  quartier Saint-Roch fueron despertados por una serie de espantosos gritos que parecían proceder del cuarto piso de una casa de la rue Morgue, ocupada, según se dice, por una tal madme L´Espanaye y su hija, mademoiselle Camille L´Espanaye. Después de algún tiempo empleado en infractuosos esfuerzos para poder penetrar buenamente en la casa, se forzó la puerta de entrada con una palanca de hierro, y entraron ocho o diez vecinos acompañados de dos gendarmes. En ese momento cesaron los gritos; pero en cuanto aquellas personas llegaron apresuradamente  al primer rellano de la escalera, se distinguieron dos o más voces ásperas que parecían disputar violentamente y proceder de la parte alta de la casa. Cuando la gente llegó al segundo rellano, cesaron también aquellos rumores y todo permaneció en absoluto silencio. Los vecinos recogieron todas las habitaciones precipitadamente. Al llegar, por último, a una gran sala situada en la parte posterior del cuarto piso, cuya puerta hubo de ser forzada por estar cerrada interiormente con llave, ofreciéndose a los circunstantes un espectáculo que sobrecogió sus ánimos, no solo de horror, sino también de asombro.
       
       "Hallábase la habitación en violento desorden, rotos los muebles y diseminados en todas direcciones. No quedaba más lecho que la armadura de una cama, cuyas partes habían sido arrancadas y tiradas por el suelo. Sobre una silla se encontró una navaja barbera manchada de sangre.Había en la chimenea dos o tres largos y abundantes mechones  de pelo cano, empapados en sangre y que parecían haber sido arrancados de raíz. Sobre el suelo se encontraron cuatro napoleones, un zarcillo adornado con topacio, tres grandes cucharas de plata, tres cucharillas de métal d´Alger y dos sacos conteniendo, aproximadamente, cuatro mil francos en oro. En un roncón halláronse los cajones de un bureau abiertos, y al parecer, saqueados, aunque quedaban en ellos algunas cosas.

Decamerón, Giovanni Boccaccio.


       Y cuando la iglesia vino y la iglesia quedó desembarazada, pusieron el cuerpo en una sepultura de mármol muy hermosa, en una capilla muy noble que allí había. Y luego, al día siguiente, la gente de la ciudad (ya que, según vemos, el pueblo común se mueve con gran devoción hacia las cosas nuevas y extrañas) vino allí, hombres y mujeres, y comenzaron a encender candelas ante el sepulcro, y a hacer allí sus oraciones, pidiendo ayuda a sus necesidades. Y tanto creció la fama de su santidad y devoción, que ninguno había que se hallase en alguna adversidad y tribulación, que a otro santo se encomendase, sino a Ser Ciapelleto, y llamáronle San Serciapelleto, afirmando que Dios mostraría por él muchos milagros.
       Así, pues, como se ha contado, vivió y murió Ser Ciapelleto de Prato, y fue tenido por santo, como se ha dicho. Y yo no quiero negar que sea posible, que fuese bienaventurado ante la mirada del Señor piados, porque, a pesar de que su ida fuese malvada, en aquel estrecho punto de la hora postrimera de su fin pudo, por gracia de Nuestro Señor, tener tanta contrición, y tal, que fuese recibido en la gloria del paraíso.
        Pero, porque esto es oculto y muy oscuro a nosotros, juzgando según lo que manifiesto pareció de su vida y fin, según se ha contado, yo juzgo que su desventurada ánima debe estar en manos del diablo, antes que en el Paraíso. Y si así es, puédese conocer cuán grande es la benignidad de Dios para con nosotros, la cual no calando nuestra ceguedad e ignorancia, sino a la puridad de nuestra fe, se complace oír nuestros ruegos, poniendo entre nosotros y Él, por medianero, a un enemigo suyo, al que creemos amigo, como si a un santo hombre nos encomendásemos. Y por lo tanto, para que Él por su gracia y misericordia en la presente adversidad nos guarde y salve, y nos conserve esta alegre compañía, alabemos y bendigamos su glorioso nombre, en el cual hemos comenzado nuestro relato, y a Él encomendando nuestras necesidades estemos seguros de ser oídos y remediados.



          Giovanni Boccaccio, Decamerón, 1995, Andres Bello, ed.3, pág. 49       
          Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, Segundo de Bachillerato, curso 2013-2014.

Los Lusíadas, Camoes

   Verás mi patrio amor, nunca impulsado
por codicia, pues puro, ennoblecido,
mi solo premio es verme consagrado
como cantor de mi paterno nido.
Oye y verás el nombre sublimado
de aquellos que por rey os han tenido,
y encontrarás, señor, más excelente
que en el mundo mandar, regir tal gente.

    En mi canto a las glorias lusitanas
no encontrarás hazañas mentirosas,
fantásticas, fingidas y tan vanas
cual de las antiguas Musas engañosas.
Verdades cantaré tan soberanas
que exceden a las otras fabulosas
del brevo Rodamonte y Ruggiero
y de Orlando, aunque fuese verdadero.

     En cambio encontrarás a Nuno fiero
que hizo al reino y al rey tan gran servicio;
don Egas y don Fúas, que de Homero
por cantarlos la cítara codicio;
y por los Doce Pares darte quiero
los Doce de Inglaterra y su Magricio;
y doy también a aquel ilutre Gama
que es un segundo Eneas por su fama.

     Si en nosotros buscáis algo que alcanza
de Carlomagno o César la memoria,
ved al primer Alfonso, cuya lanza
hace oscura cualquier extraña gloria;
mira al que dio a su reino confianza
con una inmensa y próspera victoria
o al otro Juan, invicto caballero,
o al cuarto y quino Alfonsos o al tercero.

     No dejarán mis versos olvidados
los que en reinos vecinos de la aurora
alcanzaron con sus hechos renombrados
vuestra bandera siempre vencedora:
valeroso Pacheco y los osados
Almeidas, cuya muerte el Tajo llora,
Albuquerque terrible, Castro fuerte,
y otros que no logró borrar la muerte.






Luis Vaz de Camoes, Los Lusiadas, Canto I, Editorial Planeta,
Móstoles(Madrid), 2000, página 5. Seleccionado por Adrián Hernández García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014

Fausto, Johann W. Goethe.

                                                UNA LLANURA

       FAUSTO.-Verse encerrada en una triste prisión, víctima de la miseria y de la desesperación. ¡Quién lo creyera! ¡Pobre y angelical criatura! ¿Yo soy la causa de que como vil criminal te veas consumida en un oscuro calabozo donde te aguardan terribles suplicios! ¡Cobarde impostor, infame espíritu, ¿por qué me lo ocultabas? Habla y no muevas con rabia tus ojos diabólicos, pues ya sabes cuanto me repugna tu presencia. Estaba sola en la cárcel, expuesta a una miseria irreparable, sin más apoyo que el del espíritu del mal que juzga sin tener alma; y, entre tanto, tú procurabas distraerme con estúpidas fiestas, ocultándome su mortal angustia, para que careciese de todo auxilio.
       MEFISTÓFELES.-No es la primera que se ha visto en semejantes apuros.
       FAUSTO -¡Maldito animal, detestable monstruo! ¡Espíritu infinito y eterno, dale otra vez su primera forma de perro, bajo la cual tanto se complacía acompañarme de noche, solo para atropellar al viajero y arrojarse sobre él, después de haberle derribado! Vuelve a darle su forma favorita para que cuando ante mí salte sobre la arena pueda yo aplastarle. ¡No es la primera! Me causa horror imaginar que hayan caído tantas almas en ese abismo de miseria. ¿Por qué la primera en su agonía lenta y terrible no borrö la falta de todas las demás a los ojos de la eterna misericordia? La miseria de aquella sola hace estremecerse la médula de mis huesos, y tu sonríes con indiferencia ante la desgracia de tantas otras.
         MEFISTÓFELES -Estamos en el límite de nuestra inteligencia, y, como a todo hombre, se te trastorna el juicio. ¿Por qué no formáis, pues, causa común con nosotros, si no podéis soportar después las consecuencias de nuestra unión? ¡Quieres volar y no te previenes contra el vértigo! ¿No eres tú el que me llamaste?
       FAUSTO.-Me horrorizas cada vez que te veo rechinar de este modo. Grande y sublime espíritu que te me apareciste, tú que conoces mi corazón y mi alma, ¿por qué me encadenaste con este miserable que sólo se complace con los desastres y la muerte?
         MEFISTÓFELES.-¿Has terminado?
       FAUSTO.-Sálvala si no quieres que caiga sobre ti por miles de años la más espantosa de las maldiciones.
     

       Johann W. Goethe, Fausto, ed. EDAF, Madrid, 1985, páginas 144-145. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.



Aventuras de Robinson Crusoe, Daniel Defoe


                                        Capítulo VII


       Observaciones acerca del movimiento de las estaciones.-Me convierte en cestero.-Segunda excursión.-Cojo un papagayo.-Nuevos descubrimientos.-Mi vuelta,inquietudes y dificultades.-Me hago alfarero.-Construcción de una piragua.-Mal cálculo, trabajo perdido.

       Comencé a observar el movimiento regular de cada estación lluviosa o seca, y aprendí a preverlas y a tomar las precauciones necesarias; pero ese estudio me costó caro, y lo que voy a referir es una de las experiencias que me desanimó más. He dicho ya que había conservado un poco de cebada y arroz que había crecido casi de un modo milagroso; poco más o menos, tendría unas treinta espigas de arroz y unas veinte de cebada. Creí que pasada la estación de las lluvias sería el momento propicio para sembrar, entrando el Sol en el solsticio de verano y alejándose de mí.
      Cavé, pues, el mejor modo que pude y supe con mi azadón de madera un trozo de tierra, en la cual hice dos divisiones, y empecé a sembrar el grano. Afortunadamente, en medio de la operación se me ocurrió que sería conveniente no sembrarlo todo la primera vez, pues ignoraba cuál fuera estación más propia para la siembra; no aventuré, pues más que las dos terceras partes de mi grano, reservando poco más de un puñada de cada especie.
      Fue una sabia precaución. De todo lo que había sembrado no germinó ni un solo grano, porque los meses siguientes formaban parte de la estación seca, y se hallaba la tierra privada de agua y faltó la humedad necesaria para germinar la semilla. Nada, pues, germinó entonces; pero cuando vino la estación lluviosa, vi crecer esos granos como si acabara de sembrarlos.
      Viendo que mi primera siembra había tenido tan mal éxito, y comprendiendo que la sequía era la única causa, busqué un terreno húmedo para hacer el segundo ensayo. Cavé una pieza de tierra cerca de mi tienda,  y sembré el resto de grano en el mes de febrero, un poco antes del equinoccio de primavera. Esta siembra, humedecida con las aguas de marzo y abril, salió perfectamente y dio muy buena cosecha, cerca de un celemín, mitad de arroz y mitad de cebada. Por lo demás, aquella prueba me había hecho un experto en la materia : yo sabía ya cuando era necesario sembrar, y había descubierto que podía hacer en el año dos siembras y dos recolecciones.
       Mientras que mi trigo crecía, hice un descubrimiento, que después me fue de mucha utilidad. Tan pronto como pasaron las lluvias y el tiempo comenzó a ser bueno, que fue hacia el mes de noviembre, hice una visita a mi casa de verano. Después de una ausencia de varios meses, lo encontré en el mismo estado que lo había dejado. No sólo se conserva en buen estado la doble empalizada que había formado, sino que las estacas que había cortado de algunos árboles cercanos habían echado largas ramas, como habría podido suceder con los sauces que se hubiesen podado de nuevo. Ignoro el nombre de los árboles de donde había cortado las estacas. Sorprendido y encantado de ver la rapidez con la que habían crecido aquellos jóvenes árboles, los podé lo mejor que me fue posible. Es difícil dar idea de su belleza al cabo de tres años : aunque el nuevo cercado tenía cerca de veinticinco varas de diámetro, aquellos árboles, pues ya podía darles este nombre, formaron pronto una sombra bastante espesa para guarecerme en ellas durante las épocas de los calores.






Daniel Defoe, Aventuras de Robinsón Crusoe, capítulo VII, colección austral, Madrid, 1981, páginas 98-99.
 Seleccionado por Laura Tovar García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014





lunes, 10 de febrero de 2014

Los viajes de Gulliver, cuarta parte, capítulo VI, Swift_Jonathan


 Capítulo VI

       Situación de Inglaterra bajo la reina Ana (continuación). Carácter de un primer ministro en las cortes europeas.

       A mi amo no le cabía en la cabeza qué motivos impulsaban a aquella raza de abogados para preocuparse, inquietarse y cansarse por formar una agrupación de injusticia, sólo con el propósito de dañar a sus congéneres animales. Tampoco captaba lo que significaba "hacerlo por dinero". En consecuencia me costó mucho trabajo explicarle el uso del dinero, las materias de que se componía y el valor de los materiales. Le dije que cuando un yahoo había acumulado una gran cantidad de aquella preciosa sustancia, podía comprar lo que se le antojara, los vestidos más refinados, las casas más soberbias, grandes extensiones de terreno, los alimentos, bebidas más caras, y escoger las mujeres más hermosas. Y ya que sólo con dinero se podía conseguir todo esto, nuestros yahoos pensaban que nunca tendrían suficiente para gastar o ahorrar, según se dejaba llevar por su natural propensión a la prodigalidad o avaricia. El rico sacaba provecho del trabajo del pobre y la proporción era de mil pobres por un rico. Que la mayoría de nuestro pueblo se veía obligado a vivir miserablemente, trabajando todos los días por una paga menguada para permitir que otros pormenores, todos tendentes al mismo fin. Pero su Honor seguía si verlo claro ya que suponía que tales animales, y especialmente los encargados de otros, tenían derecho a participar en los productos de tierra. En consecuencia manifestó que le hiciera saber en qué consistían estos alimentos caros y cómo era que los necesitábamos. Comencé a enumerar todos los que me pasaron por la cabeza, con las diversas formas de aderezarlos, subrayando que todo ello exigía el envío de barcos a todas partes del mundo, donde se adquirían licores para beber, salsas para condimentar y otros innumerables productos necesarios. Le aseguré se precisaba circunvalar tres veces el mundo para que una mujer yahoo de la alta sociedad tuviera lo preciso para su desayuno y una taza para tomarlo. Dijo que semejante país debía de ser muy pobre ya que era incapaz de producir alimentos para sus habitantes. Pero lo que más le extrañaba era que estas vastas extensiones que le había descrito estuviesen totalmente desprovista de agua potable y que la gente se viese precisada a enviar barcos a ultramar para poder beber. Le repliqué que Inglaterra (mi amado país natal) se había calculado producía el triple de la cantidad de alimentos que sus habitantes son capaces de consumir, así como de licores extraídos del grano, o prensando los frutos de algunos árboles , de los que se obtenían excelentes bebidas; la misma abundancia se daba en todos los bienes necesarios para vivir. Pero  satisfacer la sensualidad e intemperancia de los hombres y la vanidad de las mujeres, despachábamos la mejor parte de nuestra producción útil a otros países. A cambio, importábamos muchas que originaban enfermedades, locuras y vicios, para nuestros compatriotas, por necesidad, han de ganarse la vida mendigando, robando, hurtando, estafando, chuleando, perjurando, adulando , sobornando, falsificando, apostando, mintiendo, adulando, intimidando, votando, garabateando, haciendo astrólogo, envenenando, prostituyéndose, camanduleando, difamando, haciendo de librepensador y otras ocupaciones por el estilo. Me las vi y deseé para hacérselo entender.
       Le dije que el vino no lo importábamos del extranjero por falta de agua o de otras bebidas, sino porque era un líquido especial que nos alegraba haciéndonos perder la razón; disipaba todos los pensamientos melancólicos, engendraba en  nuestra mente imágenes desordenadas; alimentaba nuestras esperanzas y disipaba los temores, nos privaba completamente, de modo transitorio, del uso de la razón, y de nuestros miembros hasta que caíamos en un profundo sueño. Con todo debe reconocerse que siempre nos despertábamos enfermos y abatidos y que el hábito de esta bebida producía enfermedades que abreviaban e incomodaban la vida.

Jonathan Swift,Los viajes de Gulliver.Cuarta parte, capítulo VI,ed.Planeta,Barcelona,1994,páginas 224-225. Seleccionado por: Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

Werther,Goethe

10 de septiembre.

       ¡Quénoche,Wilhelm! Ahora ya puedo aguantar lo que venga. ¡No volveré a verla más! ¡Ah!,¡si pudiera volar y arrojarme en tus brazos y expresarte con lágrimas y arrebatos,mi buen amigo, todos los sentimientos que asaltan mi corazón! Aquí me tienes sentado recobrando aliento, intento serenare, espero el amanecer y a la salida del sol están los caballos ya dispuestos.
       ¡Ay!,Lotte duerme tranquila sin pensar que no volveráaverme jamás. Me he separado de ella,he sido lo suficiente fuerte para en una conversación de dos horas no dejar traslucir mi propósito. ¡Y qué conversación, Diosmío!
       Albert me había prometido salircon Lotte al jardín inmediatamentedespués de la cena. Yo estaba en la terraza debajo de los gigantescos castaños y contemplando por última vez ponerse el sol al otro lado del ameno valle y del manso río. ¡Cuántas veces había estado con ella en este mismo lugar contemplando este magnífico espectáculo! y ahora... Estuve paseando deacá para allá en aquella avenida de árboles tan querida para mí; un secreto recíproco atractivo me había retenido allí tantas veces antes de conocer a Lotte,y qué alegría nos produjo cuando descubrimos al principio de nuestra amistad la mutua atracción que sentíamos por este sitio,uno de los más románticos, entre los creados por el arte,que yo hubiese visto.
    En primer lugar, a través de los castaños tiene una amplia panorámica... ¡Ah!,creo recordar, me parece,que ya te he hablado bastante de él, queuna alta muralla de hayas acaba rodeándote y un bosquecillo próximo va haciendo cada vez más sombrío el paseo, hasta acabar al fin en un recinto angosto rodeado de misterioy soledad. Siento todavía la extraña impresión que experimenté la primera vez que penetré allí en plenomediodía; presentísya vagamente qué escenario de dicha y sufrimiento iba a ser aquel lugar.




Johann Wolfgang Von Goethe, Werther, páginas 107- 108. Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

El castillo, Franz Kafka

       Cuando K. llegó ya era tarde. Una espesa nieve cubría la aldea. La niebla y la noche ocultaban la colina, y ni un rayo de luz revelaba el gran castillo. K. permaneció largo tiempo sobre el puente de madera, que llevaba de la carretera general al pueblo, con los ojos levantados hacia aquellas alturas que parecían vacías.
       Después se dirigió a buscar alojamiento; los huéspedes no se habían acostado aún; no quedaba habitación, pero, sorprendido y desconcertado por un cliente que llegaba tan tarde, el mesonero le propuso acondicionar un jergón en la sala. K. aceptó. Permanecían todavía allí algunos campesinos sentados a la mesa alrededor de sus jarras de cerveza, pero no deseaban hablar con nadie; él mismo fue a buscar el jergón al granero y se acostó cerca de la estufa. Hacía calor, los campesinos callaban; los miró parpadeando fatigosamente y después se durmió.
       Mas no tardó en despertarse. el mesonero se encontraba junto a lecho en compañía de un joven con aire de actor que tenía los ojos estrechos, de gruesas cejas y vestimenta ciudadana. Los labriegos seguían allí, algunos habían vuelto a sus sillas para ver mejor. El joven se excusó muy educadamente por haber despertado a K. y se presentó como el hijo del alcaide del castillo, declarando después:
       - Esta aldea pertenece al castillo; vivir o permanecer aquí es en cierto modo hacerlo en el castillo. Nadie tiene derecho a ello sin autorización del conde. Usted no posee dicha autorización o, por lo menos, no la ha mostrado.
       K., habiéndose semiincorporado, pasó la mano por sus cabellos como para peinarse, alzó los ojos hacia los dos hombres y dijo:
       -¿En que pueblo me he extraviado? ¿Existe, pues, un castillo aquí?
       -Por supuesto -dijo pausadamente el joven, y algunos de los campesinos asintieron con la cabeza-, es el castillo del conde Westwest.


       Franz Kafka, El castillo, ed. EDAF, Madrid, 1996, páginas 29-30. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.