lunes, 17 de febrero de 2014

Decamerón, Giovanni Boccaccio.


       Y cuando la iglesia vino y la iglesia quedó desembarazada, pusieron el cuerpo en una sepultura de mármol muy hermosa, en una capilla muy noble que allí había. Y luego, al día siguiente, la gente de la ciudad (ya que, según vemos, el pueblo común se mueve con gran devoción hacia las cosas nuevas y extrañas) vino allí, hombres y mujeres, y comenzaron a encender candelas ante el sepulcro, y a hacer allí sus oraciones, pidiendo ayuda a sus necesidades. Y tanto creció la fama de su santidad y devoción, que ninguno había que se hallase en alguna adversidad y tribulación, que a otro santo se encomendase, sino a Ser Ciapelleto, y llamáronle San Serciapelleto, afirmando que Dios mostraría por él muchos milagros.
       Así, pues, como se ha contado, vivió y murió Ser Ciapelleto de Prato, y fue tenido por santo, como se ha dicho. Y yo no quiero negar que sea posible, que fuese bienaventurado ante la mirada del Señor piados, porque, a pesar de que su ida fuese malvada, en aquel estrecho punto de la hora postrimera de su fin pudo, por gracia de Nuestro Señor, tener tanta contrición, y tal, que fuese recibido en la gloria del paraíso.
        Pero, porque esto es oculto y muy oscuro a nosotros, juzgando según lo que manifiesto pareció de su vida y fin, según se ha contado, yo juzgo que su desventurada ánima debe estar en manos del diablo, antes que en el Paraíso. Y si así es, puédese conocer cuán grande es la benignidad de Dios para con nosotros, la cual no calando nuestra ceguedad e ignorancia, sino a la puridad de nuestra fe, se complace oír nuestros ruegos, poniendo entre nosotros y Él, por medianero, a un enemigo suyo, al que creemos amigo, como si a un santo hombre nos encomendásemos. Y por lo tanto, para que Él por su gracia y misericordia en la presente adversidad nos guarde y salve, y nos conserve esta alegre compañía, alabemos y bendigamos su glorioso nombre, en el cual hemos comenzado nuestro relato, y a Él encomendando nuestras necesidades estemos seguros de ser oídos y remediados.



          Giovanni Boccaccio, Decamerón, 1995, Andres Bello, ed.3, pág. 49       
          Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, Segundo de Bachillerato, curso 2013-2014.

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