viernes, 12 de febrero de 2016

El libro de la selva, Rudyard Kipling

      Las vacas marinas se habían separado y comían perezosamente cerca de las playas más hermosas que Kotick había visto jamás. Había largas extensiones de rocas perfectamente lisas, maravillosamente dispuestas para la instalación de criaderos. Detrás había terrenos, aptos para jugar, de arena dura, que se remontaban suavemente hacia el interior. Y rompientes magníficos para el baile. Y una hierba blanda sobre la que podrían revolcarse. Y dunas que subir y bajar. Y lo mejor de todo, algo que Kotick supo en cuanto tocó el agua, que jamás ha engañado a un auténtico garra del mar: que el hombre jamás había puesto el pie allí. Lo primero que hizo fue asegurarse de que las aguas eran abundantes en peces. Luego, bordeó las playas y reconoció las islas, encantadoras, bajas y de arena perfecta, disimuladas por la niebla, que desprendía infinitas tonalidades. Hacia el norte, lejos, se veía claramente una franja de arena, escollos y rocas. Eso impediría que un barco se acercase a la playa a menos de seis millas. Entre las islas y la zona de tierra más extensa había un canal profundo, que corría casi paralelo y muy cercano a los acantilados de la costa. Bajo éstos se abría el túnel de acceso. «Es otro Novastosna, pero diez veces mejor», se dijo Kotick. Vaca Marina debe ser más inteligente de lo que yo pensaba. Los hombres no podrían descender por estos acantilados, eso en el caso de que hubiera hombres por aquí. Y los bajíos costeros harían pedazos cualquier barco. Si hay algún lugar seguro en la superficie de los mares, sin duda éste es el mejor.»


        Kipling, Rudyard, http://www.bibliotecaspublicas.es/donbenito/imagenes/Rudyard_Kipling_-_El_libro_de_la_Selva_-_v1.0.pdf 
        Seleccionado por Paola Moreno Díaz, Segundo de bachillerato, Curso 2015-2016.


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