viernes, 20 de noviembre de 2015

El nombre de la rosa, Umberto Eco


Tercer día
NOCHE
Donde Adso, trastornado, se confiesa a Guillermo y medita sobre la función de la mujer en el plan de la creación, pero después descubre el cadáver de un hombre.

Cuando volví en mí, alguien estaba mojándome la cara. Era fray Guillermo.Tenía una lámpara y me había puesto algo bajo la cabeza.
-¿Qué ha sucedido, Adso -me preguntó-, para que andes de noche por la cocina robando despojos?
En pocas palabras: Guillermo se había despertado, había ido a buscarme no sé por qué razón, y al no encontrarme había sospechado que estaba haciendo alguna bravata en la biblioteca. Cuando se acercaba al Edificio por el lado de la cocina, había visto una sombra que salía en dirección al huerto (era la muchacha que se alejaba, quizá  porque había oído que alguien venía). Había tratado de reconocerla y de seguir sus pasos, pero ella (o sea, lo que para él era una sombra) había llegado hasta la muralla y había desaparecido. Entonces Guillermo  -después de explorar los alrededores- había entrado en la cocina y me había descubierto inconsciente.
Cuando, todavía aterrorizado, le señalé el envoltorio que contenía el corazón, y balbucí algo acerca de un nuevo crimen, se echó a reír:
-¡Pero Adso! ¿Qué hombre tendría un corazón tan grande? Es un corazón de vaca, o de buey; justo hoy han matado un animal. Mejor explícame cómo se encuentra en tus manos.
Oprimido por los remordimientos y atolondrado,  además, por el terror, no pude contenerme y prorrumpí en sollozos, mientras le pedía que me administrase el sacramento de la confesión. Así lo hizo y le conté todo sin ocultarle nada. Fray Guillermo me escuchó con mucha seriedad, pero con una sombra de indulgencia. Cuando hube acabado, adoptó una expresión severa y me dijo:
-Sin duda, Adso, has pecado, no sólo contra el mandamiento que te obliga a no fornicar, sino también contra tus deberes de novicio. En tu descargo obra la circunstancia de que te has visto en una de aquellas situaciones en las que hasta un padre del desierto se habría condenado. Y sobre la mujer como fuente de tentación ya han hablado bastante las escrituras. De la mujer dice el Eclesiastés que su conversación es como fuego ardiente, y los Proverbios dicen que se apodera de la preciosa alma del hombre, y que ha arruinado a los más fuertes. Y también dice el Eclesiastés: Hallé que es la mujer más amarga que la muerte y lazo para el corazón, y sus manos, ataduras. Y otros han dicho que es vehículo del demonio. Aclarado esto, querido Adso, no logro convencerme de que Dios haya querido introducir en la creación un ser tan inmundo sin dotarlo al mismo tiempo de alguna virtud. Y me resulta inevitable reflexionar sobre el hecho de que El les haya concedido muchos privilegios y motivos de consideración, sobre todo tres muy importantes. En efecto, ha creado al hombre en este mundo vil, y con barro, mientras que a la mujer la ha creado en un segundo momento, en el paraíso, y con la noble materia humana. Y no la ha hecho con los pies o las vísceras del cuerpo de Adán, sino con su costilla. En segundo lugar, el Señor, que todo lo puede, habría podido encarnarse directamente en un hombre, de alguna manera milagrosa, pero, en cambio, prefirió vivir en el vientre de una mujer, signo de que ésta no era tan inmunda. Y cuando apareció después de la resurrección, se le apareció a una mujer. Por último, en la gloria celeste ningún hombre será rey de aquella patria, pero sí habrá una reina, una mujer que jamás ha pecado. Por tanto, si el Señor ha tenido tantas atenciones con la propia Eva y con sus hijas, ¿es tan anorque también nosotros nos sintamos atraídos por las gracias y la nobleza de ese sexo? Lo que quiero decirte,Adso, es que, sin duda, no debes volver a hacerlo, pero que tampoco es tan monstruoso que hayas caído en la tentación. Y, por otra parte, que un monje, al menos una vez en su vida, haya experimentado la pasión carnal, para, llegado el momento, poder ser indulgente y comprensivo con los pecadores a quienes deberá aconsejar y confortar... pues bien, querido Adso, es algo que no debe desearse antes de que suceda, pero que tampoco conviene vituperar una vez sucedido. Así que, ve con Dios, y no hablemos más de esto. En cambio, para no pensar demasiado en algo que mejor será olvidar, si es que lo logras -y me pareció que en aquel momento su voz vacilaba, como ahogada por una
emoción muy profunda-, preguntémonos qué sentido tiene lo que ha sucedido esta noche. ¿Quién era esa muchacha y con quién tenía cita?
-Eso sí que no lo sé, y no he visto al hombre que estaba con ella.
-Bueno, pero podemos deducir quién era basándonos en una serie de indicios inequívocos. Ante todo, era un hombre feo y viejo, con el que una muchacha no va de buena gana, sobre todo si es tan hermosa como la describes, aunque me parece, querido lobezno, que en la situación en que te encontrabas cualquier bocado te habría sabido exquisito.
-¿Por qué feo y viejo?
-Porque la muchacha no iba con él por amor, sino por un paquete de riñones. Sin duda se trataba de una muchacha de la aldea, que, quizás no por primera vez, se entregaba a algún monje lujurioso por hambre, obteniendo como recompensa algo en que hincar el diente, ella y su familia.

Umberto Eco, El nombre de la rosa, www.ignaciodarnaude.com/textos_diversos/Eco,Umberto,El%20nombre%20de%20la%20rosa.pdf
Seleccionado por  Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato, curso 2015-2016.


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