lunes, 23 de marzo de 2015

El tambor de hojalata, Günter Grass

El horario.
     Alabé la obra pulcramente trazaba a la medida por Klepp, le pedí una copia de misma y le pregunté en qué formaba superaba los puntos muertos que pudieran presentarse. Después de breve reflexión me contestó: -Dormir o pensar en el PC.
      ¿Y si yo le contara en qué forma entabló Oscar conocimiento con su primer horario?
     Empezó sin mayor trascendencia en el Kindergarten de la señorita Kauer. Eduvigis Bronski venía a buscarme todas las mañanas y me llevaba junto con su Esteban a la casa de la señorita Kauer del Posadowskiweg, en donde con otros seis diez rapaces -algunos estaban siempre enfermos- nos hacían jugar hasta provocarnos náuseas. Por fortuna, mi tambor era considerado como juguete, de modo que no se me imponían cubitos de madera y solo se me montaba en un caballito mecedor cuando se necesitaba un caballero con tambor y gorro de papel. En lugar de papel de música me servía para mis ejecuciones del vestido de seda negra de la señorita Kauer, abrochado con mil botones. Puedo decirlo con satisfacción: con mis hojalata llegaba a vestir y desvestir varias veces al día a la flaca señorita, hecha toda de arruguitas, abrochando y desabrochando los botones al son de mi tambor, sin pensar propiamente en su cuerpo



Günter Grass, El tambor de hojalata. Editorial, Santillana Ediciones Generales, S.L. página, 93 y 94
Seleccionado por Pablo Galindo Cano. Segundo de bachillerato, curso 2014/2015

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