viernes, 1 de marzo de 2013

Señales de lluvia, Kim S.Robinson

Leo Mulhouse besó a su esposa, Roxane, y abandonó el dormitorio. En el salón, la luz estaba a medio camino entre la noche y la aurora. Salió al balcón: gaviotas gritando, el estruendo del oleaje contra el acantilado de abajo. La inmensa placa gris del océano Pacífico.
   Leo se había casado con esa espectacular casa, por así decirlo: Roxanne la había heredado de su madre. A Leo le encantaba la vista que ofrecía del borde del acantilado en Leucadia, California, pero el pequeño patio de hierba del porche de la segunda planta sólo tenía unos cinco metros de ancho, y luego se abría un abismo de aire sobre el océano gris y espumoso, a veinticinco metros por debajo. Y no era un acantilado muy estable. Deseó que hubieran puesto la casa un poco más atrás.
   De nuevo en el interior, llenó de café su termo de viaje y bajó al coche. Descendió por Europa, dejó atrás Pannikin y giró a la derecha, en dirección al trabajo.
   La carretera Pacific Coast, en el condado de San Diego, constituía un bonito trayecto al amanecer. Era hermosa hiciera el tiempo que hiciera: en los días de sol, con toda la gama de azules pálidos subiendo desde el mar y nubes dispersas y ensartadas por rayos de luz, o en mañanas lluviosas o de niebla, cuando la limitada pero rica paleta de grises teñía la vista con las gradaciones más sutiles.


Kim S.Robinson, Señales de lluvia, seleccionado por Laura Mahíllo, segundo de Bachillerato, curso 2012/13, editorial minotauro.

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