Se estaba convirtiendo en una costumbre abrir los Diarios de Livingstone al azar antes de caer profundamente dormido. Ahora que estoy a punto de iniciar otro viaje a África me siento absolutamente entusiasmado: cuando uno viaja con el objetivo específico de mejorar las condiciones de vida de los nativos, todos los actos se ennoblecen. El calor de la tarde le hizo pensar esta vez en mujeres, y renunció a su siesta porque creía que este tipo de sueños no eran tanto un rasgo de adolescente como -mucho peor- un síntoma de envejecimiento. Se estaba volviendo... demasiado viejo para disfrutar de pausas como ésta, de tiempo libre. Si no estaba preocupado por la siguiente cosa que tenía que emprender no sabía qué hacer. Su mente derivó hacia la muerte, las tumbas que su cuerpo no iba a tomarse la molestia de visitar. Este cuerpo que pensaba en las mujeres; este cuerpo que no había cambiado. Fue este cuerpo el que lo llevó de vuelta al lago, recio y vigoroso, enrojecido por el sol hasta el vello negro que brillaba en su vientre.
El sol estaba alto en mitad de una espléndida tarde. En media hora se le escaparon tres peces y empezó a sentirse desafiado. Cada vez que bueceaba más allá de cinco o seis metros le dolían los oídos mucho más que nunca en el mar. Falta de entrenamiento, sin duda. Y las aletas y las gafas prestadas por el hotel no eran exactamente de su medida. Las gafas dejaban filtrar agua a cada inmersión, y tenía que subir rápido a la superficie, con el agua hasta la nariz. Empezó a flotar sin rumbo fijo, sin bucear, trazando círculos alrededor de los enormes peñascos con sus empinados y pulidos flancos como troncos de árbol petrificados.
Nadine Gordimer, Los compañeros de Livingstone, ed. Ediciones Primera Plana, col. Biblioteca de Literatura Universal, Barcelona, 1993, pag 31-32. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.
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