lunes, 9 de febrero de 2015

Robert L. Stevenson, La isla del tesoro

                                       Capítulo XIII: Cómo me lancé a la aventura




     Cuando el día siguiente subí a la cubierta, el aspecto de la isla había cambiado por completo. Aunque la brisa había cambiado por completo. Aunque la brisa había amainado del todo, habíamos hecho mucho camino durante la noche, y estábamos ahora encalmados a media milla al sureste de la costa oriental, que era muy baja. Bosques de un color gris cubrían gran parte del terreno. Es cierto que esta tonalidad monótona se interrumpía con franjas de arena amarilla en las tierras más bajas y con muchos árboles altos de la familia del pino, que descollaban sobre los demás, algunos solitarios y otros en grupo; pero la colaboración general era uniforme y triste. Las colinas se erguían bruscamente sobre la vegetación como pináculos de pelada roca. Todas tenían extraña configuración, y la del Catalejo, que sobrepasaba en tres o cuatro centenares de pies la altura de las otras, era también la de forma más rara, pues se alzaba casi a plomo por todos sus lados, y aparecía cortada de pronto en la cima, como un pedestal a la espera de una estatua.
     La Hispaniola se balanceaba, hasta meter los imbornales bajo el agua, en las olas del océano. Las botavaras tiraban violentamente de las garruchas, el timón daba bandazos de un lado a otro y todo el barco crujía, rechinaba y se movía como una fábrica en pleno trabajo. Tuve que agarrarme con fuerza a un brandal, y el mundo entero daba vertiginosas vueltas ante mis ojos, porque aunque no era yo un mal marinero con el barco en marcha, esto de estar parado y rodar de aquí para allá como una botella era algo a lo que nunca podía acostumbrarme sin sufrir alguna basca, sobre todo de mañana y con el estómago vacío.




Robert L. Stevenson, La isla del tesoro, Barcelona, editorial Vicens Vives, Aula de literatura, 2006, páginas 102 y 103. Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015

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