-¿Qué? ¿Ya se ha acabado el verano?- preguntó Hans Castorp irónicamente a su primo el tercer día.
El tiempo había cambiado de un modo terrible.
El segundo día completo pasado por el visitante allá arriba fue un esplendor verdaderamente estival. El azul profundo del cielo brillaba por encima de las copas puntiagudas de los abetos; la aldea, en el fondo del valle, resplandecía bajo una claridad que se había hecho vibrátil por el calor, mientras el tintineo de las esquilas de las vacas que pacían en la hierba corta y tibia de las praderas animaba el aire con una alegría dulcemente contemplativa.
A la hora del desayuno las señoras habían aparecido ya con ligeras blusas de lino: alguna de ellas incluso con los brazos al aire, lo que no sentaba igualmente bien a todas. La señora Stoehr, por ejemplo, no resultaba muy favorecida; sus brazos eran demasiado esponjosos y la transparencia del vestido no le sentaba bien.
Thomas Mann, La montaña mágica, Barcelona, Plaza & Janes, El ave fenix, 1987, 3ª ed., pág 98, Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016
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