La línea de sombra
I
Sólo los jóvenes conocen momentos semejantes. No quiero decir los muy jóvenes, no. Los muy jóvenes, a decir verdad, carecen de momentos. Vivir los días por anticipado, en esa magnífica continuidad de esperanza que ignora toda pausa y toda introspección, es el privilegio de la primera juventud.
Cierra uno tras de sí la puertecilla de su infancia y penetra en un jardín encantado, cuyas mismas sombras guardan un resplandor de promesas. Cada recodo del sendero ofrece su seducción. Y no porque se trate de un país sin descubrir, pues de sobra sabe uno que toda la humanidad ha seguido ese camino. Es el encanto de una experiencia universal, de la que esperamos obtener una sensación extraordinaria y personal, la revelación de un fragmento de nuestro propio yo.
Emocionados y expectantes, caminamos reconociendo los límites marcados por nuestros predecesores, y aceptando tal como se presentan la buena suerte y la mala - estando a las duras y a las maduras, como reza el dicho-, el pintoresco destino común que tantas posibilidades guardan para quien las merece o tiene la fortuna de su parte. Sí; uno camina y el tiempo también camina, hasta que uno advierte ante sí una línea de sombra, señal de que también habrá que dejar atrás la región de la temprana juventud.
Es el período de la vida en el que suelen producirse esos momentos de que hablaba. ¿Cuáles? ¡Cuáles van a ser! Son momentos de hastío, de cansancio, de descontento; momentos de inconsciencia. Es decir, esos momentos en que los todavía jóvenes tienden a comer actos irresponsables, como un matrimonio repentino o el abandono injustificado de un empleo.
Esta no es una historia conyugal. No, no fue tan terrible como eso. Mi acto, por atolondrado que fuese, tuvo más bien en el carácter de un divorcio, casi de una deserción. Sin motivo alguno que pudiera justificarme, arrojé mi empleo por la borda, abandoné el barco en que servía, barco del que lo peor que podía decirse es que era de vapor y quizá, por lo tanto, sin derecho a esa fidelidad ciega que... Pero de nada sirve disculpar un acto que incluso en aquel momento me pareció un simple capricho.
Sucedió en un puerto de Oriente. Era un barco oriental, puesto que estaba inscrito en aquel puerto. Traficaba entre islas sombrías, por un mar azul sembrado de arrecifes, con el rojo pabellón ondeando a popa y, en palo mayor, la enseña de nuestra compañía naviera, roja también, pero con un ribete verde y una media luna blanca.
Conrad Joseph, La línea de sombra, Madrid, Anaya, 1989, 219
Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, primero de bachillerato, 2016/2017.
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