viernes, 18 de diciembre de 2015

Pelando la cebolla, Günter Grass


    Ella, que no tenía tiempo para una pedagogía precavida que considerase todas las repercusiones —cuando se trataba de una pelea entre mi hermana y yo que resultara demasiado ruidosa, les decía a los clientes: «Un momentico», salía apresurada de la tienda y no preguntaba: «Quién ha empezado», sino que abofeteaba en silencio a sus dos hijos y volvía a ocuparse, amable, de la clientela—; ella, cariñosamente tierna, calurosa, fácil de conmover hasta las lágrimas; ella, a la que, cuando tenía tiempo, le gustaba perderse en ensoñaciones y calificaba todo lo que consideraba hermoso de «auténticamente romántico»; ella, la más preocupada de todas las madres, dio a su hijo un día el cuadernillo y me ofreció el cinco por ciento, en florines y centavos, de las deudas que cobrara si estaba dispuesto a visitar, armado sólo de buena labia —¡la tenía!— y de aquella libreta llena de cifras en hileras, todas las tardes, o cuando encontrara tiempo al margen de aquel servicio, en su opinión pueril, de la Jungvolk, a los clientes morosos, a fin de que se vieran abocados, si no a saldar sus deudas, al menos a pagarlas a plazos.

    Luego me aconsejó que pusiera especial celo la tarde de un día de la semana determinado: «Los viernes las empresas pagan, y entonces hay que ir y cobrar».

   De esa forma, con diez u once años, siendo alumno de primero o segundo de secundaria, me convertí en recaudador de deudas astuto y en definitiva con éxito. A mí no se me podía despedir con una manzana o unos caramelos. Se me ocurrían palabras para ablandar el corazón de los deudores. Hasta sus excusas piadosas y untadas con vaselina me resbalaban por los oídos. Aguantaba las amenazas. Cuando alguien quería cerrar de golpe la puerta desu casa, se encontraba con mi pie interpuesto. Los viernes, aludiendo al salario semanal abonado, me mostraba especialmente exigente. Ni siquiera los domingos eran para mí sagrados. Y durante las vacaciones, cortas o largas, trabajaba el día entero.

   Pronto liquidé sumas que, por razones pedagógicas, indujeron a la madre a reducir las desmesuradas ganancias de su hijo, del cinco al tres por ciento. Yo lo acepté refunfuñando. Sin embargo me dijo: «Para que no te crezcas demasiado».

   En fin de cuentas, sin embargo, disponía de más fondos que muchos de mis compañeros de colegio que vivían en el Uphagenweg o el Steffensweg, en villas de doble tejado con portal de columnas, terraza abalconada y entrada de servicio, y cuyos padres eran abogados, médicos, comerciantes en cereales o, incluso, fabricantes o navieros. Mis ingresos netos se acumulaban en una caja de tabaco vacía, escondida en el nicho de la ventana. Me compraba blocs de dibujo en grandes cantidades y libros: varios volúmenes de La vida de los animales de A. E. Brehm. Al apasionado espectador le resultaba ahora asequible ir a los «palacios del cine» más alejados del barrio viejo, incluso el Roxi, cerca del parque del palacio de Oliva, incluida la ida y vuelta en tranvía. No se le escapaba ningún programa.

   Entonces, en la época del Estado Libre, pasaban todavía el noticiario Fox Tönende Wochenschau, antes del documental y el largometraje. A mí me fascinaba Harry Piel. Me reía con el Gordo y el Flaco. A Charlot buscador de oro lo vi comerse un zapato, incluidos los cordones. A Shirley Temple la encontraba tonta y sólo moderadamente monilla. Me llegó el dinero para ver varias veces una película muda de Buster Keaton, cuya comicidad me entristecía y cuya tristeza me hacía reír.

Günter Grass, Pelando la cebolla, Madrid, Santillana, Ediciones generales, páginas 36-38.
  Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.


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