lunes, 14 de diciembre de 2015

Robinson Crusoe, Daniel Defoe

     Tras adaptar el mástil y la vela y probar el bote, descubrí que navegaba muy bien. Entonces construí pequeños armarios o cajas a ambos extremos para guardar provisiones, suministros y munición y mantenerlo todo seco, tanto de la lluvia como de las salpicaduras del mar. Tallé un hueco pequeño y alargado en el interior del bote donde guardar la escopeta, con una tapa para mantenerla también seca.
     También fijé la sombrilla en el soporte del mástil a popa, como otro mástil, de modo que se mantuviera sobre mi cabeza y me protegiera del calor del sol como una tienda. Y con esto, de vez en cuando, efectuaba un pequeño viaje por el mar, pero nunca adentrándome a mar abierto ni demasiado lejos del pequeño arroyo. Aunque, finalmente, ansioso por ver el diámetro de mi pequeño reino, me decidí a emprender el viaje y aprovisioné la embarcación en consecuencia, cargando dos docenas de hogazas (mejor las llamaría tortas) de pan de cebada, un pote de barro lleno de arroz seco, alimento que comía en cantidad, una pequeña botella de ron, media cabra, pólvora y balas para matar más, y dos grandes capotes de guardia de los que, como he mencionado antes, había rescatado de los arcones de los marineros, y que tomé, uno para tenderme encima y el otro para cubrirme por la noche.
     Era el 6 de noviembre del sexto año de mi reinado, o de mi cautiverio, como quiera decirse, cuando emprendí este viaje, que resultó mucho más largo de lo que había esperado, ya que, pese a que la isla en sí no era muy grande, cuando llegué al lado oriental de ella, encontré un gran arrecife de rocas que se extendía hasta más de dos leguas mar adentro, algunas por encima del agua, otras por debajo; y más allá de él un banco de arena que se prolongaba media legua más, de modo que me vi obligado a penetrar un buen trecho mar adentro para doblar la punta.
     Cuando los descubrí estuve a punto de abandonar mi empresa y volver, puesto que no sabía cuánto tendría que adentrarme en el mar; y por encima de todo porque dudaba de cómo podría volver; así que eché el ancla, pues había construido una especie de ancla con una pieza de un arpeo roto que había obtenido del barco.
     Una vez asegurado el bote, tomé la escopeta y fui a la orilla, donde subí a una colina que parecía dominar aquella punta, desde donde vi toda su extensión, y decidí aventurarme.
     Al observar el mar desde aquella colina divisé una fuerte corriente, muy furiosa, que avanzaba hacia el este, e incluso llegaba cerca de la punta. La observé atentamente porque vi que en ella podría haber algún peligro, puesto que cuando llegara a ella podía verme arrastrado a mar abierto por su misma fuerza y no ser capaz de regresar de nuevo a la isla. Si no hubiera subido primero a aquella colina, creo que así hubiera sido, porque había la misma corriente al otro lado de la isla, sólo que ésta a una mayor distancia, y vi que había un fuerte remolino bajo la orilla, de tal modo que apenas evitara la primera corriente me vería metido en el remolino.

Daniel Defoe, Robinson Crusoe, Madrid, Unidad Editorial, S.A. , Colección Millenium, 1999, pág. 150-151.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

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