lunes, 31 de marzo de 2014

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain

       CAPÍTULO XIV

       Cuando Tom despertó a la siguiente mañana se preguntó dónde estaba. Se incorporó, frotándose los ojos, y se dio cuenta al fin. Era el alba gris y fresca, y producía una deliciosa sensación de paz y reposo la serena calma en que todo yacía y el silencio de los bosques. No se movía una hoja; ningún ruido osaba perturbar el gran recogimiento meditativo de la naturaleza. Gotas de rocío temblaban en el follaje y en la hierba. Una capa de ceniza cubría el fuego y una tenue espiral de humo azulado se alzaba recta, en el aire. Joe y Huck dormían aún. Se oyó muy lejos, en el bosque, el canto de un pájaro; otro le contestó. Después se percibió el martilleo de una picamaderos. Poco a poco el gris indeciso del amanecer fue blanqueando, y al propio tiempo los sonidos se multiplicaban  y la vida surgía. La maravilla de la naturaleza sacudiendo el sueño y poniéndose al trabajo se mostró ante los ojos del muchacho meditabundo. Una diminuta oruga verde llegó arrastrándose sobre una hoja llena de rocío, levantando dos tercios de su cuerpo en el aire de tiempo en tiempo, y como oliscando en derredor, para luego proseguir su camino, porque estaba <>, según dijo Tom; y cuando el gusano se dirigió hacia él espontáneamente, el muchacho siguió sentado, inmóvil como una estatua, con sus esperanzas en vilo o caídas según que el animalito siguiera viniendo hacia él o pareciera inclinado a irse a cualquier otro sitio; y cuando, al fin, la oruga reflexionó, durante un momento angustioso, con el cuerpo enarcado en el aire, y después bajó decididamente sobre una pierna de Tom y emprendió un viaje por ella, el corazón le brincó de alegría porque aquellos significaba que iba a recibir un traje nuevo: sin sombra de duda, un deslumbrante uniforma pirata. Después apareció una procesión de hormigas, procedentes de ningún sitio en particular, y se afanaron en sus varios trabajos; una de ellas forcejeaba virilmente con una araña muerta, cinco veces mayor que ella, en los brazos, y la arrastró verticalmente por un tronco arriba. Una mariquita, con lindas notas oscuras, trepó la vertiginosa altura de una hierba, y Tom se inclinó sobre ella y le dijo:

                             Mariquita, mariquita, a tu casa vuela
                          En tu casa hay fuego, tus hijos se queman;

y la mariquita levantó el vuelo y marchó a enterarse; lo cual no sorprendió al muchacho, porque sabía de antiguo cuán crédulo era aquel insecto en materia de incendios, y se había divertido más de una vez a costa de su simplicidad.











Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer, capítulo XIV, editorial Espasa-Calpe, S.A., colección Austral, página 73. Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de Bachillerato, curso 2013-2014.

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