lunes, 9 de noviembre de 2015

El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad

     >>¡Pobre insensato! Si hubiera dejado en paz aquel postigo... No tenía ningún autocontrol, ninguno... igual que Kurtz... era como un árbol mecido por el viento. En cuanto me hube puesto un par de zapatillas secas, le llevé a rastras afuera, después de haberle arrancado la lanza del costado, operación que confieso que realicé con los ojos bien cerrados. Sus dos talones saltaron a la vez sobre el pequeño escalón de la puerta; sus hombros oprimían mi pecho; le abracé por detrás con desesperación. ¡Oh! Era pesado, muy pesado; más pesado que ningún otro hombre sobre la tierra, me atrevería a decir. Luego le tiré por la borda sin más. La corriente lo atrapó como si fuera una brizna de hierba, y vi al cuerpo dar dos vueltas antes de perderle de vista para siempre. El director y todos los peregrinos se congregaron entonces en la cubierta entoldada, alrededor de la garita del timonel, parloteando unos con otros como una bandada de urracas excitadas, y hubo un murmullo escandalizado ante mi despiadada diligencia. No puedo imaginar para qué querían conservar aquel cuerpo por ahí rodando. Para embalsamarlo, tal vez. Pero también había oído otro murmullo, y muy ominoso, en la cubierta de abajo. Mis amigos los leñadores estaban igualmente escandalizados, y con mayor razón, aunque admito que la razón era un si misma bastante inadmisible. ¡Oh, bastante! Yo había decidido que si mi difunto timonel había de ser devorado, sólo los peces lo harían. EN vida había sido un timonel de muy segunda clase, pero ahora que estaba muerto podría haberse convertido en una tentación de primera clase, y causar posiblemente algún problema serio. Además, yo estaba ansioso por tomar el timón, ya que el hombre del pijama rosa había demostrado ser una nulidad sin esperanza en la materia.
     >> Eso es lo que hice en cuanto terminó el sencillo funeral. Íbamos a media máquina, manteniéndonos justo en el centro de la corriente, y yo escuchaba lo que se hablaba a mi alrededor. Daban por perdido a Kurtz, daban por perdida la estación; Kurtz estaba muerto y la estación había sido incendiada, y así sucesivamente. El peregrino pelirrojo estaba fuera de sí, con la idea de que al menos ese pobre Kurtz había sido debidamente vengado. "¿Qué opináis? Debemos haber hecho una buena matanza en la maleza. ¿Eh? ¿Qué pensáis? ¿Verdad que sí?" Hasta bailaba el pequeño y sanguinario mendigo pelirrojo. ¡Y casi se desmayó cuando vio al herido! No pude evitar decir: "Han producido ustedes una fantástica humareda en todo caso." Yo había visto, por el modo en que las copas de los arbustos crujían y se agitaban, que casi todos los disparos habían sido demasiado altos. No se puede hacer blanco en nada a menos que se apunte y se dispare con el arma apoyada en el hombro; pero aquellos individuos disparaban con el arma apoyada en la cadera y los ojos cerrados. La retirada, mantenía yo (y tenía razón) la había causado el pitido del silbato. Con esto se olvidaron de Kurtz y empezaron a vociferar protestas de indignación.

     Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, Madrid, Ediciones Cátedra, Colección Letras Universales, 2005, pág. 209-210.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

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