Carlos era dichoso [...]. Hasta entonces, ¿qué había habido de bueno en su existencia? ¿Acaso el tiempo del colegio, donde permanecía encerrado entre cuatro paredes, solo, en medio de sus camaradas, más ricos o más fuertes que él, a quienes hacía reír con su tosco acento, que se burlaban de su traje, cuyas madres, cuando iban a verlos, les llevaban dulces y pasteles en el manguito? ¿Acaso más tarde, cuando estudiaba medicina, y no tenía nunca la bolsa bastante llena para pagar la contradanza a cualquier obrerilla que hubiera podido convertir en su querida? Después había vivido durante catorce meses con la viuda, cuyos pies en la cama estaban fríos como el hielo. ¡Pero ahora!... Ahora poseía para siempre aquella preciosa mujer a quien adoraba; el universo para él estaba concentrado en el límite de su falda; se reprochaba no amarla bastante y tenía ganas de volverla a ver. Regresaba acelerado y subía la escalera golpeándose el corazón. Emma estaba peinándose, en su cuarto; él llegaba sin hacer ruido, la besaba en la espalda, y ella lanzaba un grito. No podía dejar de tocar constantemente su peine, sus sortijas, sus pañuelos; algunas veces le daba en las mejillas a boca llena grandes besos; otras eran besitos delicados a toda la longitud de su brazo desnudo, desde la punta de los dedos hasta el hombro. Ella lo rechazaba, sonriente y aburrida, como se hace con un niño que se cuelga al cuello y no acaba de dar besos. Antes de casarse había creído sentir amor; pero no, no habiéndole acudido la dicha que debía resultar de este amor, creyó haberse engañado, y pretendía saber qué se entendía en la vida por las palabras felicidad, pasión, embriaguez,que tan bonitas le habían parecido en los libros. [...]
Cuando cumplió trece años, su padre la llevó a la ciudad para meterla en un convento. [...] Había en el convento una vieja solterona que acudía ocho días al mes a coser la ropa blanca. [...] Se había convertido en confidente de todas ellas y prestaba ocultamente a las mayores algunas novelas que siempre tenía en los bolsillos de su delantal [...]; no había en ellas más que amor, amadas, amadores, damas perseguidas que se desvanecen en pabellones solitarios, postillones a quienes se asesinaba en cada descanso, caballos que se reventaban en todas las páginas, bosques, sombríos, tormentas del corazón, juramentos, sollozos, lágrimas, besos, paseos, por el lago a la luz de la luna, ruiseñores en los bosques, caballeros bravos como leones, dulces como corderos, virtuosos como no lo es nadie, siempre elegantes y siempre llorando como sauces.Emma, que tenía quince años, [...] hubiera deseado vivir en alguna vieja fortaleza como aquellas castellanas de largo talle que, bajo el trébol de las ojivas, pasaban sus días con el codo apoyado sobre la piedra y la barbilla sobre la mano mirando si veían venir desde el fondo del campo un caballero con plumas blancas galopando sobre un caballo negro.
Gustave Flaubert, Madame Bovary, Madrid, Anaya, Página 120.
Selecionado por Coral García Domínguez, Primero de Bachillerato, Curso 2015/2016
Cuando cumplió trece años, su padre la llevó a la ciudad para meterla en un convento. [...] Había en el convento una vieja solterona que acudía ocho días al mes a coser la ropa blanca. [...] Se había convertido en confidente de todas ellas y prestaba ocultamente a las mayores algunas novelas que siempre tenía en los bolsillos de su delantal [...]; no había en ellas más que amor, amadas, amadores, damas perseguidas que se desvanecen en pabellones solitarios, postillones a quienes se asesinaba en cada descanso, caballos que se reventaban en todas las páginas, bosques, sombríos, tormentas del corazón, juramentos, sollozos, lágrimas, besos, paseos, por el lago a la luz de la luna, ruiseñores en los bosques, caballeros bravos como leones, dulces como corderos, virtuosos como no lo es nadie, siempre elegantes y siempre llorando como sauces.Emma, que tenía quince años, [...] hubiera deseado vivir en alguna vieja fortaleza como aquellas castellanas de largo talle que, bajo el trébol de las ojivas, pasaban sus días con el codo apoyado sobre la piedra y la barbilla sobre la mano mirando si veían venir desde el fondo del campo un caballero con plumas blancas galopando sobre un caballo negro.
Gustave Flaubert, Madame Bovary, Madrid, Anaya, Página 120.
Selecionado por Coral García Domínguez, Primero de Bachillerato, Curso 2015/2016
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