lunes, 18 de enero de 2016

El viejo y el mar, Ernest Hemingway

     —Está subiendo —dijo—. Vamos, mano. Ven, te lo pido.
     El sedal se alzaba lenta y continuamente. Luego la superficie del mar se combó delante del bote y salió el pez- Surgió interminablemente y manaba agua por sus costados. Brillaba al sol y su cabeza y lomo eran de un púrpura oscuro y al sol las franjas de sus costados lucían anchas y de un tenue color rojizo. Su espalda era tan larga como un palo de béisbol, yendo de mayor a menor como un estoque. El paz apareció sobre el agua en toda su longitud y luego volvió a entrar en ella dulcemente, como un buzo, y el viejo vio la gran hoja de guadaña de su cola sumergiéndose y el sedal comenzó a correr velozmente.
     —Es dos pies más largo que el bote —dijo el viejo.
     El sedal seguía corriendo veloz pero gradualmente y el pez no tenía pánico. El viejo trataba de mantener con ambas manos el sedal a la mayor tensión posible sin que se rompiera. Sabía que si no podía demorar al pez con una presión continuada, el pez podría llevarse todo el sedal y romperlo.
     «Es un gran pez y tengo que convencerl —pensó—. No debo permitirle jamás que se dé cuenta de su fuerza ni de los que podría hacer si rompiera a correr. Si yo fuera él echaría ahora toda la fuerza y seguiría hasta que algo se rompiera. Pero, a Dios gracias, los peces no son tan inteligentes como los que matamos, aunque son más nobles y más hábiles.»
     El viejo había visto muchos peces grandes. Había visto muchos que pesaban más de mil libras y había cogido dos de aquel tamaño en su vida, pero nunca solo. Ahora, solo, y fuera de la vista de tierra, estaba sujeto al pez más grande que había visto jamás, más grande que cuantos conocía de oídas, y su mano izquierda estaba todavía tan rígida como las garras convulsas de un águila.
     «Pero ya se soltará —pensó—. Con seguridad que se le quitará el calambre para que pueda ayudar a la mano derecha. Tres cosas se pueden considerar hermanas: el pez y mis dos manos. Tiene que quitársele el calambre.» El pez había aminorado de nuevo su velocidad y seguía a su ritmo habitual.
     «Me pregunto por qué habrá salido a la superficie —pensó el viejo—. Brincó para mostrarme lo grande que era. Ahora ya lo sé —pensó—. Me gustaría demostrarle qué clase de hombre soy. Pero entonces vería la mano con calambre. Que piense que soy más hombre de lo que soy, y lo seré. Quisiera ser el pez —pensó— con todo lo que tiene frente a mi voluntad y mi inteligencia solamente.»
     Se acomodó confortablemente contra la madera y aceptó sin protestar su sufrimiento. Y el pez seguía nadando sin cesar y el bote se movía lentamente sobre el agua oscura. Se estaba levantando un poco de oleaje con el viento que venía del este y a mediodía la mano izquierda del viejo estaba libre del calambre.

  Ernest Hemingway, El viejo y el mar, Barcelona, Editorial Planeta, S.A. , Colección Millenium, 1997, pág. 69-71. 
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

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