viernes, 30 de octubre de 2015

El gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald



-El césped se ve bien, si a eso es a lo que te refieres.  
-¿Qué césped? -preguntó inexpresivo-.  Ah, el del jardín. 
Se asomó por la ventana pero, a juzgar por su expresión, creo que nada vio.  
-Se ve muy bien -anotó vagamente-. Uno de los diarios dijo que creían que dejaría de llover hacia las 
cuatro. Creo que fue el Journal. ¿Lo tienes todo dispuesto para servir el... el té? 
Lo llevé a la despensa, donde miró con gesto adusto a la finlandesa. Juntos revisamos los doce pasteles 
de limón de la salsamentaria. 
-¿Serán suficientes? -pregunté. 
-¡Claro, claro! ¡Están perfectos! -y añadió con voz hueca ... viejo amigo. 
La lluvia cedió, un poco después de las tres y media, dejando una neblina húmeda, a través de la cual 
nadaban ocasionales gotitas como de rocío. Gatsby miraba con ojos ausentes una copia de la Economía de 
Clay, sobresaltado por los pasos de la finlandesa que sacudían el piso de la cocina y mirando de vez en 
cuando hacia las empacadas ventanas como si una serie de acontecimientos invisibles pero alarmantes 
estuvieran teniendo lugar afuera. Al cabo se levantó  y me informó con voz insegura que se marchaba a 
casa.  
-¿Y eso por qué? 
-Nadie va a venir a tomar el té. ¡Está demasiado tarde! - miró su reloj como si tuviera algo urgente que 
hacer en otra parte-.  No puedo esperar todo el día. 
-No seas tonto; sólo faltan dos minutos para las cuatro. 
Se sentó, sintiéndose miserable, como si yo lo hubiese empujado, en el preciso instante en que se oyó 
el ruido de un motor que daba la vuelta por el camino hacia la casa.  Ambos brincamos y, un poco inquieto 
yo también, salí al prado. 
Bajo los desnudos árboles de lila, que aún goteaban, un auto grande subía por el sendero. Se detuvo.  
El rostro de Daisy, ladeado bajo un sombrero color lavanda de tres picos, me miro con una brillante 
sonrisa de éxtasis. 
-¿Es éste el mismísimo lugar donde vives, querido mío? 
El estimulante rizo de su voz era un salvaje tónico en la lluvia. Tuve que seguir su sonido por un 
momento, alto y bajo, sólo con mi oído, antes de que salieran las palabras. Un mechón de pelo mojado caía 
como una pincelada de pintura azul en su mejilla, y su mano estaba húmeda de brillantes gotas cuando le 
di la mía para ayudarla a bajar del carro. 
-¿Estás enamorado de mí? -me dijo en voz baja al oído-, o, ¿por qué tenía que venir sola? 
-Este es el secreto del Castillo Rackrent. Dile a tu chofer que se vaya lejos y deje pasar una hora. 
-Regresa dentro de una hora, Ferdie -entonces, con un solemne murmullo-.  Su nombre es Ferdie. 
-¿Le afecta la gasolina la nariz? 
-No creo dijo inocente-. ¿por qué? 
Entramos. Quedé anonadado por la sorpresa al ver que la sala estaba desierta. 
-Pero, ¡esto sí es gracioso! 
 -¿Qué es gracioso? 

F. Scott Fitzgerald, El gran Gatsby, iesvelesevents.edu.gva.es/wptemp/wp-content/uploads/2013/03/Scott-Fitgerald.-El-gran-Gatsby.pdf, Pág. 42.
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

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