lunes, 1 de febrero de 2016

Diez negritos, Agatha Christie

II

     A las nueve, cuando el gong anunció el desayuno, todos los invitados estaban levantados y esperando la llamada.
     El general Macarthur y el juez Wargrave habían estado paseando por la terraza, entretenidos en discutir sin mucho entusiasmo sobre asuntos políticos.
     Vera Clythorne y Philip Lombard habían trepado al punto más alto de la isla que estaba detrás de la casa. Allí descubrieron a William Henry Blore que miraba a tierra firme.
     —Ninguna embarcación a la vista. Llevo rato vigilando —dijo.
     Vera comentó sonriente:
     —En Devon las sábanas se pegan y el día comienza muy tarde.
     Lombard miraba en la otra dirección, hacia el mar.
     —¿Qué piensa del tiempo? —preguntó de repente.
     —Será bueno en mi opinión —respondió Blore, elevando la vista hacia el cielo.
     Lombard silbó.
     —Antes de que llegue la noche tendremos viento —declaró a continuación.
     —¿Chubascos? —preguntó Blore.
     Desde abajo les llegó el sonido del gong.
     —Vamos a desayunar, me vendrá bien —dijo Lombard.
     —No salgo de mi sorpresa... —dijo Blore a Lombard con voz inquieta, al bajar por la cuesta —. ¿Qué razón tenía ese joven Marston para suicidarse? Eso me ha atormentado toda la noche.
     Vera iba unos pasos más adelante. Lombard se retrasó un poco.
     —¿Alguna teoría alternativa? —preguntó.
     —Me harían falta pruebas, un móvil para empezar. Ese joven debía tener dinero.
     Emily Brent salió por la puerta ventana del salón y vino a su encuentro.
     —¿Ha llegado la embarcación?
     —Todavía no —le respondió Vera.
     Entraron en el comedor. Sobre el aparador había una inmensa fuente con bacon y huevos, té y café.
     Rogers, que les había abierto la puerta, salió del salón y cerró desde el exterior.
     —Este hombre parece enfermo desde esta mañana —observó miss Brent.
     El doctor Armstrong, de pie junto a la ventana vidriera, carraspeó.
     —Tendrán que ser indulgentes con él esta mañana —dijo—. Rogers ha tenido que encargarse él solo de preparar el desayuno, y lo ha hecho lo mejor posible. Mrs. Rogers ha sido incapaz de cuidarse de ello.
     —¿Qué le pasa a esa mujer? —preguntó miss Brent, con aspereza.
     El doctor Armstrong, como si no hubiese entendido la pregunta, dijo:
     —Desayunemos. Los huevos se van a enfriar. Después quiero hablarles de ciertos asuntos.
     Todos siguieron su consejo. Se sirvieron el desayuno y empezaron a comer. De común acuerdo, todos se abstuvieron de hacer la menor alusión a la isla del Negro. Y se entabló un conversación frívola sobre deporte, los acontecimientos actuales en el extranjero y la última reaparición del monstruo del lago Ness.
     Luego, después de recoger la mesa, el doctor Armstrong retiró un poco su silla, se aclaró la voz, dándose aires de importancia, y tomó la palabra:
     —He creído preferible esperar a que desayunaran para informarles de la neuva tragedia. La mujer de Rogers ha muerto mientras dormía.
    Todos se sobresaltaron.
     —¡Pero esto es horrible! —exclamó Vera—. Dos muertes en esta isla desde ayer...
     Al juez Wargrave se le empequeñecieron los ojos y en un tono de voz preciso dijo:
     —¡Ummm! Es extraordinario. ¿Cuál fue la causa de la muerte?
     Armstrong se encogió de hombros.
     —Imposible dar un diagnóstico a primera vista.

Agatha Christie, Diez negritos, Calabria, Barcelona; Editorial Molino, colección Agatha Christie, 1940, págs. 87-90.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez, Primero de Bachillerato, curso 2015-16.

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