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Recuerdo que en los siguientes días mi espíritu se vio embargado por una sucesión de altibajos. Después de aceptar su oferta, recuerdo que pasé dos días en Londres con una gran intranquilidad. Todas mis dudas resurgían de nuevo y estaba casi convencida de haber cometido una gran equivocación. En este estado de ánimo subí a la diligencia que habría de conducirme, después de varias horas de un viaje traqueteante, hasta una posada en el camino, donde alguien me esperaba. Efectivamente, un elegante simón se hallaba estacionado en la puerta del albergue. Y una vez acomodada en él, partimos por sendas campestres que, con su estival fragancia, hicieron que mi espíritu reviviera. La llegada a la villa fue mucho más grata de lo que yo había esperado. Recuerdo aún la agradable impresión que produjo en mí su amplia fachada, sus ventanas abiertas, las cortinas estremecidas al viento y las dos criadas que entre ellas se asomaban. Recuerdo el césped y las alegres flores que lo cubrían y el crujido de las ruedas al detenerse sobre la gravilla y las altas copas de los árboles sobre las que trazaban círculos y graznaban las cornejas. Todo ello tenía un aire muy diferente al del humilde hogar en el que me había criado, y en aquel momento apareció en la puerta una persona distinguida que llevaba de la mano a una niña y que me hizo una reverencia como si yo fuera una ilustre visitante. Realmente, la idea que yo me había hecho de aquel lugar era mucho más sórdida. A la vista de tan elegante mansión, aumentó aún más la estima en la que ya tenía a su propietario.
Las primeras horas que pasé en aquella casa no pudieron ser más felices. En seguida caí bajo el embrujo de aquella pequeña criatura que acompañaba a la señora Grose y que habría de ser mi nueva alumna. Era la niña más adorable que yo jamás había conocido y recuerdo que me pregunté a mí misma por qué el caballero no me había hablado de ella con más entusiasmo. Recuerdo también que aquella noche dormí muy poco-estaba demasiado nerviosa después de tan calurosa acogida-. Todo me sorprendía: la inmensa habitación que me habían concedido, una de las mejores de la casa, el gran lecho que casi resultaba fastuoso con sus cortinajes bordados, los grandes espejos en los que podía contemplarme, por primera vez en mi vida, de cuerpo entero, y tantas otras cosas, que apenas podía dar crédito a mis ojos.
Henry James, Otra vuelta de tuerca, Madrid, Anaya, 1999, 190
Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, primero de bachillerato, 2016/2017
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