Nana hizo una mueca de asco. No comprendía aquello. Y eso que decía, con su voz razonable, que sobre gustos no hay nada escritos, porque, ¿quién sabe lo que puede gustarle en un día? Por eso se comía su plato de crema con aire filosófico, dándose perfecta cuenta de que Satin tenía revolucionadas las mesas vecinas con sus grandes ojos azules de virgen. Sobre todo, había cerca de ella una rubia gorda muy amable; estaba como sobre ascuas y se arrimaba tanto que Nana estuvo apunto de intervenir,
Pero en aquel momento la dejó sorprendida una mujer que acababa de entrar. Había reconocido a la señora Robert. Esta, con su linda cara de ratoncito gris, saludó familiarmente con un movimiento de cabeza a la criada alta y flaca; luego fue a apoyarse al mostrador de Laure.
Émile Zola, Nana. Barcelona, ed. Planeta, col. Clásicos Universales Planeta, 106, pág. 245.
Seleccionado por Coral García Domínguez. Primero de bachillerato. Curso 2015-2016.
Émile Zola, Nana. Barcelona, ed. Planeta, col. Clásicos Universales Planeta, 106, pág. 245.
Seleccionado por Coral García Domínguez. Primero de bachillerato. Curso 2015-2016.
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