jueves, 17 de noviembre de 2011

Cuentos de Canterbury, Geoffrey Chaucer

Había una vez en Siria una rica compañía de mercaderes, gente sobria y honrada, que exportaba sus esperencias, paño de oro y satenes de vivos colores, a lo largo y ancho del mundo. Tan original y barata era su mercancía, que todos estaban dispuestos a venderles género y hacer negocio con ellos. Sucedió un día que algunos de los mercaderes decidieron ir a Roma, alojándose en el barrio que les pareció más conveniente para sus menesteres.
Estos mercaderes pasaron una temporada a sus anchas en la ciudad, pero sucedió que llegó a oídos de cada uno de ellos noticia de la excelente fama de la hija del emperador , doña Constanza. La información que recibieron decía: "nuestro emperador en Roma, cuya vida guade Dios muchos años, tiene una hija; si sumas su bondad ala belleza, no ha habido otra igual desde que el mundo es mundo. Que Dios proteja su honor, vanidad, junventud sin desenfreno ni capricho; la virtud guia todas sus acciones; con su humildad pone freno a toda arrogancia; es el espejo de la cortesía; su corazón es un ejemplo de santidad y su mano es generosa reparitendo caridad."
Y toda esta información era tan veraz como Dios es verdadero. Pero volviendo a la historia que estaba relatando, cuando los mercaderes acabaron de cargar sus barcos y hubieron visto a esta bendita doncella, regresaron satisfechos a su hogar en Siria y prosiguieron con sus negocios com antes . No puedo deciros nada más, sino que vivieron prósperamente para siempre. Ahora bien, ocurría que estos mercaderes se hallaban en buenas relaciones con el sultán de Siria, por lo que siempre que regresaban de un país extraño, el los recibí con generosa hospitalidad y los interrogaba sobre los diversos países para estar bien informado de todas las maravillas y portentos que pudieran haber visto y oído. Y, entre otras cosas, los mercaderes le hablaron particularmente de dona Constanza y le felicitaron una explicación circunstanciada de su gran valía con tal seriedad, que su imagen se apoderó de la mente del sultán y le obsesionó totalmente hasta que su único deseo fue el de amarla hasta el fin de sus días.


Geoffrey Chaucer, Cuentos de Canterbury, Madrid, editorial Cátedra S. A., 1997, páginas 170 y 171. Seleccionado por Javier Muñoz Castaño, segundo de bachillerato, curso 2011-2012.

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