jueves, 17 de noviembre de 2011

Las mil y una noches, "Noche 200"

Llegada la noche, Dinasard pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada:
Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido:
Después de manifestar la voluntad de que fuera su madre quien lo enterrara, se desmayó, permaneciendo inconsciente un buen rato. Pero ya había recobrado el conocimiento cuando oímos que una doncella recitaba los siguientes versos:

Después de gozar de amor y felicidad,
la separación dolor nos ha traído.

Estar juntos, y separados luego,
no puede más que destrozar amantes.

Mejor es el breve momento de la muerte
que los largos días de distanciamiento.

Aunque Dios a todos los amantes reúne,
de mí se ha olvidado y en ansia vivo.

Casi sin darme cuenta, la doncella acabó el poema en el mismo momento que Nuraddín Alí ben Bakkar hacía un estertor y su alma abandonaba el cuerpo Yo mismo amortajé el cadáver y dejé que nuestro anfitrión lo custodiara.
Dos días después, emprendí el camino de regreso a Bagdag. Mi obligación era dirigirme, tan pronto como me fuera posible, a casa de Nuraddín Alí ben Bakkar. Y así lo hice. Los sirvientes me recibieron con gran parabién, pero yo tenía intención de hablar con la madre de Nuraddín Alí inmediatamente y pedí el permiso correspondiente. La mujer me recibió con cortesía y me invitó a sentarme.
-Que Dios Excelso os tenga de su mano -le dije, al poco rato-. Dios es quien dicta el destino de todos nosotros, y nadie puede eludir lo que Él dispone.
-Me estáis diciendo que mi hijo ha muerto, ¿no es así? -me dijo mientras lloraba amargamente.
La verdad es que no pude contestarle porque también a mí el llanto me impedía hablar. El cuerpo de la mujer se desplomó inconsciente, pero pronto acudieron un grupo de doncellas para reanimarla.
-¿Qué le ha ocurrido? -me preguntó, al volver en sí.
No tuve más remedio que explicarle la larga historia de sufrimiento y dolor de mi buen amigo Nuraddín Alí y le expresé mi más profundo pesar por haberle perdido.
-Nunca me había revelado su secreto -dijo la mujer-. ¿Cuál ha sido su última voluntad?
Le repetí las palabras que Nuraddín Alí me había dicho antes de morir y me fui, dejándola triste y desconsolada. Iba yo inmerso en mis pensamientos, triste y desconsolado por la pérdida de mi amigo, recordando los días en que tan a menudo lo visitaba, cuando de repente una mujer me agarró de la mano. Era de nuevo la sirvienta de Shamsannahar. Esta vez vestía de negro y tenía aspecto de estar profundamente afectada por alguna desgracia. No tardé en comprender que Shamsannahar también había muerto y no puede contener las lágrimas. Así pues, la sirvienta y yo intentamos consolarnos mutuamente para no derramar más llanto y sufrir más de lo necesario. Nos dirigimos a mi casa y allí le conté cómo había muerto Nuraddín Alí y me interesé por las circunstancias que habían rodeado la muerte de la joven Shamsannahar.
-Tal como os dije -me contó la sirvienta-, el califa la había encerrado en sus aposentos pero, por lo que parece, su majestad en ningún momento dio crédito a las acusaciones de que era víctima Shamsannahar. Además, el califa la quería tanto que no cesaba de elogiar sus virtudes, físicas e intelectuales y de insistir que, para él, era completamente inocente y que la quería como a ninguna otra persona. De modo que, al cabo de unos días, ordenó que fuera trasladada a una espléndida habitación con detalles de oro por todas partes. Esta decisión, sin embargo, no fue del agrado de Shamsannahar. Aquella misma tarde, el califa se dispuso, como de costumbre, a disfrutar de la compañía de sus concubinas e hizo que Shamsannahar se sentara en lugar preferente para que a nadie le quedara ninguna duda de que seguía ocupando un lugar preeminente en su corazón. Pero Shamsannahar estaba triste, no podía disimular el respeto y el miedo que le inspiraba el califa. Y una de las doncellas recitó:

El amor ha hecho una llamada a mis lágrimas,
y han contestado, esparciéndose por mis mejillas.

Mis párpados soportan el peso de la desgracia,
mostrando la pena y escondiendo el amor.

¿Cómo podré disimular mi profunda pasión
si este deplorable mío me delata?

Si la persona amada está lejos, prefiero la muerte,
y me gustaría saber si a ella lo mismo le ocurre.

Las mil y una noches, Barcelona, ed. Ediciones Destino, año 1998, págs. 420-422. Seleccionado por Luis Francisco Galindo Cano, segundo de bachillerato, curso 2011-2012.

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