por los valles, buscando por los montes,
Allí encuentra a Gerín, allí encuentra a Gerers,
y encuentra allí también a Gerard de Rosellón el Viejo.
Uno a uno los coge ese barón
y donde el arzobispo los ha traído a todos,
poniéndolos en fila delante de Turpín.
El arzobispo llora, no se puede mover:
levantando la mano, los está bendiciendo,
diciéndoles después: "¡Desgraciados señores!
¡Que todas vuestras almas tenga Dios Glorioso!
¡Las ponga entre las flores del santo paraíso!
Mi propia muerte a mí mucho me está angustiando,
pues no volveré a ver al rico emperador."
Roldán se vuelve a ir a buscar por el campo,
encontrando a Oliveros, su amigo y compañero:
en su pecho lo estrecha, lo abraza fuertemente
y con grandes esfuerzos lo trae al arzobispo.
Sobre el escudo lo echa, junto con los demás,
y el arzobispo allí lo absuelve y lo bendice,
volviendo las palabras de amor y de dolor.
Esto dice Roldán: "Oliveros, amigo,
erais buen hijo vos de ese buen duque Reiner,
que poseyó la marca del Valle de Runers.
En quebrantar las astas y romper los escudos,
así como en vencer y abatir orgullosos
y en servir a los nobles, o bien darles consejos,
en ridiculizar y burlar bravucones,
en la tierra no ha habidos caballero mejor."
Cuando el conde Roldán ve muertos a sus pares,
así como Oliveros, a quien tanto quería,
muy lleno de ternura se puso allí a llorar.
El color de su cara mucho se le demuda
y es tan grande el dolor, que no se tiene en pie:
que quiera o que no quiera, desmayado se cae.
El arzobispo dice: "¡Qué pena de barón!"
Cuando ve el arzobispo a Roldán desmayado
un gran dolor sintió, como nunca lo tuvo.
Ha tenido su mano y coge el olifante:
en Roncesvalles hay un agua que corría,
quiere ir a buscarla para darla a Roldán.
A pasos muy pequeños allí va vacilante,
pero estaba tan débil, que no puede avanzar:
las fuerzas le abandonan, pues perdió mucha sangre.
Antes de haber andado una sola yugada,
le fallaba el corazón y de bruces se cae.
Su muerte ya cercana le va angustiando mucho.
Cuando el conde Roldán recupera el sentido,
en pie se ha levantado, pero con gran dolor.
Observa hacia delante y después hacia atrás:
sobre la verde hierba, junto a sus compañeros,
allí ve cómo yace ese noble barón:
el arzobispo es, el ministro de Dios:
sus pecados confiesa mirando hacia lo alto,
con sus dos manos juntas, elevadas al cielo
está rezando a Dios que le dé el paraíso.
Allí muere Turpín, el guerrero de Carlos.
Por sus grandes batallas, por sus bellos sermones,
siempre contra paganos fuera su campeón.
¡Quiera Dios otorgarle su santa bendición!
El conde Roldán se ve por tierra al arzobispo,
afuera de su cuerpo ve salir sus entrañas,
debajo de la frente su cerebro gotea;
en medio de su pecho, entre las dos clavículas,
le ha cruzado las manos, tan blancas y tan bellas.
Allí un planto le hace, como se hace en su tierra:
"¡Ay, lozano señor, hombre de buen linaje!
Hoy te encomiendo yo al celestial Glorioso.
No habrá jamás un hombre de servicio más presto.
Después de los apóstoles no hubo mejor profeta
en mantener la fe y en atraer más hombres.
¡Que vuestra noble alma no sufra privaciones!
¡Y que del paraíso esté la puerta abierta!"
(Muerte de Roldán)
Va sintiendo Roldán que su muerte está cerca,
siente por sus oídos que le salen los sesos.
Está pidiendo a Dios que a los Pares acoja
y después por sí mismo el ángel San Gabriel.
El olifante coge para evitar reproches,
coge con la otra mano su espada Durandarte.
No puede avanzar más que un tiro de ballesta
y se va haciendo barbecho en dirección a España.
A un cerro se ha subido, entre dos bellos árboles,
en donde hay cuatro gradas, hechas están de mármol.
Sobre la verde hierba allí se cae de bruces:
ha perdido el sentido, pues su muerte está cerca.
Anónimo, Cantar de Roldán, Madrid, ed. Cátedra, col. Letras Universales, año 1999, págs. 124-127. Seleccionado por Luis Francisco Galindo Cano, Segundo de Bachillerato, Curso 2011/2012
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