jueves, 1 de diciembre de 2011

Roman de la Rose, Guillaume de Lorris

La edad de Oro

Antes ocurría diferentemente,
pero hoy va todo de mal en peor.
Antes, en los tiempos de nuestros mayores,
en aquellos días que ya transcurrieron
(según el relato expuesto en el libro,
por el cual sabemos lo que sucedía)
los amores eran bellos y leales,
sin codicia alguna y sin interés,
y la vida así era placentera.
Cierto que no había tanta esquisitez
ni en cuanto al vestir ni en cuanto al comer:
solían comer algunas bellotas
en lugar de pan, de carne o pescado,
y también cogían por aquellos bosques,
por aquellos valles, montes y llanuras,
manzanas y peras, nueces y castañas,
moras y membrillos, y también ciruelas,
frambuesas y fresas y bayas de espino,
habas y guisantes y otras muchas clases
de frutas y tallos, raíces y hierbas.
Molían el trigo para hacer harina
y hacían también cosecha de uva,
pero sin pasarla por lagar ni cuba.
La miel discurría por el roble abajo,
que tomar podían en gran abundancia;
saciaban su sed con agua tan sólo,
sin echar en falta más exquisiteces,
ya que ni siquiera sabían del vino.
Entonces la tierra no estaba labrada,
sino que se hallaba cual Dios la creó,
la cual ofrecía sin labor alguna
comida bastante para todo el mundo.
Tampoco pescaban salmones ni lucios.
Cubrían sus cuerpos con cueros velludos,
y también hacían vestidos de lana,
la cual no teñían con hierbas ni granos,
tal como venía de los animales.
Con gran cantidad de diversas plantas,
con hojas y palos y con muchas ramas
solían cubrir chozas y cabañas,
en cuyo interior cavaban el suelo,
y en cuevas y en troncos sólidos y fuertes
y en huecos de robles buscaban refugio
al ver que venía algún vendaval
que les presagiaba una tempestad,
lugares en donde se hallaban seguros.
Llegada la noche, para descansar,
en lugar de camas solían poner
dentro de las chozas algunas gavillas
de hojas y yerbas y musgos suaves.
Y cuando llegaba un mejor oraje,
cuando ya era el tiempo bueno y apacible
y el aire venía suave y tranquilo,
tal como sucede cada primavera,
en cuyas mañanas esos pajarillos
saludan al alba del día que nace
y que les alegra mucho el corazón,
acudían Céfiro y Flora, su esposa,
que es diosa y señora de todas las flores.
Pues las flores nacen gracias a estos dos
y no reconocen como otro señorío,
dado que uno y otro, y conjuntamente,
son quienes se ocupan de echar la simiente
y darles las formas y colorearlas
con esos colores que en ellas se muestran
y que aprecian tanto los enamorados,
con las cuales hacen muy lindas coronas
para regalar a la enamorada
y de esta manera demostrar su amor.
Entonces la tierra se cubre de flores,
las cuales componen un manto muy bello,
que puede observarse por entre las hierbas,
por entre los prados, por entre los árboles.
Pudiera creerse que entonces la tierra
quisiera emprender un bello combate
contra el mismo cielo por más estrellada,
dada la abundancia de flores que muestra.
Y sobre este manto que estoy describiendo,
sin otro interés que el puro placer,
venían a unirse y a entrelazarse
aquellos a quienes urgía el amor,
mientras que los árboles, copudos y espesos,
a modo de velo y de pabellón
sobre ellos echaban sus tupidas ramas
y los protegían del rigor del sol.
Y allí se ponía a hacer la carola,
a jugar y a hacer otras diversiones
toda aquella gente tan afortunada,
que entonces vivía sin otro cuidado
que el de divertirse en todo momento
y el tratarse todos muy amablemente.
Por aquellos días,ningún gobernante
había iniciado sus robos aún.
Entonces la gente era toda igual
y no pretendían tener nada propio.
Muy bien conocían el refrán aquel
(el cual se revela en todo verídico,
puesto que el amor con el señorío
no puede jamás hace compañía,
ni nunca se pueden dar al mismo tiempo)
que dice: < el poder viene a separar>



Guillaume de Lorris, Roman de la Rose.  Jean de Meun, ed. Cátedra, Letras universales, año 1987, págs 267-269. Seleccionado por Olga Domínguez Martín, curso 2011-2012, segundo de Bachillerato.

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