jueves, 16 de febrero de 2012

Robinson Crusoe. Capítulo 3, Daniel Defoe

CAPITULO III
LA ISLA DESIERTA

      Estaba, pues, en tierra firme y a salvo, y empecé por levantar los ojos y dar gracias a Dios por haberme salvado la vida en una situación en la que pocos minutos antes apenas había lugar para la esperanza. Creo que es imposible encontrar palabras para expresar lo que son los éxtasis y transportes del espíritu cuando, como en mi caso, podía decirse que me había salvado cuando ya tenía un pie en la misma tumba; y no me extraña ya aquella costumbre de que, cuando un malhechor que tiene la cuerda al cuello, está atado y a punto de ser ejecutado, y que le traen el indulto; digo que no me extraña de que le traigan con el indulto un cirujano que le sangre en el mismo momento en que le dan la noticia, para que la sorpresa no le arranque del corazón los espíritus vitales y le abata:
Pues las alegrías súbitas confunden al principio, como las [penas.
Eché a andar por la playa, alzando las manos y todo mi ser, si así puede decirse, absorto en la idea de mi salvación, haciendo mil gestos y ademanes que no sabría describir, pensando en todos mis compañeros que se habían ahogado, y en que yo debía de ser el único que había salvado la vida; porque, en cuanto a ellos, nunca volví a verles, ni descubrí ningún rastro suyo, excepto tres de sus sombreros, una gorra y dos zapatos desparejados.
Dirigí mis ojos hacia el navío encallado, mientras el oleaje era tan violento y tanta la espuma que apenas podía verlo, tan lejos se hallaba. Y pensé:
<¡ Señor! ¿ Cómo ha sido posible que llegase a tierra?>
Tras haberme confortado el espíritu con el aspecto consolador de mi situación, empecé a mirar a mi alrededor para ver en qué clase de lugar estaba, y qué es lo que debía hacer después, y pronto sentí abatirse mi ánimo y pensé que a fin de cuentas mi salvación había sido horrible: estaba empapado de agua, no tenía ropa para cambiarme, ni nada de comer ni beber para recuperar fuerzas, ni veía ante mí más perspectiva que la de perecer de hambre o la de ser devorado por las fieras; y lo que más me preocupaba era que no tenía ninguna arma para cazar y matar algún animal para mi sustento, o para defenderme contra cualquier otro animal que pudiera desear matarme para el suyo. En una palabra, que no llevaba encima más que una navaja, una pipa y un poco de tabaco en una cajita; éstas eran todas mis provisiones, y ello me sumió en una angustia tan terrible que durante un rato no hice más que correr de un lado a otro como un loco. Al acercarse la noche, empecé, en medio de un gran abatimiento, a considerar cuál sería mi suerte si había bestias feroces en aquella región, sabiendo que de noche siempre salen en busca de sus presas.
La única solución que se ofreció a mi mente en estos momentos fue la de encaramarme a un árbol grueso y frondoso como un abeto, pero con espinas, y en el que decidí instalarme para pasar toda la noche, y considerar al día siguiente de qué muerte debía morir, porque yo aún no veía la posibilidad de vivir; me alejé del mar algo más de unas doscientas yardas para ver si podía encontrar agua dulce para beber, como encontré, con gran júbilo; y después de beber y de haberme metido en la boca un poco de tabaco para acallar el hambre, fui hacia el árbol y, habiéndome encaramado en él, procuré ponerme de modo que, si me dormía, no pudiera caerme; y habiéndome desgajado una rama corta, a modo de garrote, para mí defensa, me aposenté en mi lugar, y con el enorme cansancio que tenía, me dormí profundamente, y dormí tan apaciblemente como creo yo que pocos hubieran podido hacerlo en mi caso, encontrándome al despertar más repuesto de lo que creo que jamás me habría sentido en una ocasión así.
Cuando desperté era ya pleno día, el tiempo despejado y la tormenta apaciguada, con lo que el mar no estaba enfurecido y alborotado como antes; pero lo que más me sorprendió fue que el barco, durante la noche, se había liberado del banco de arena donde encalló, con la subida de la marea, y había sido arrastrado casi hasta la roca que antes mencioné, y que me había dejado tan malparado cuando me estrellé contra ella; y como distaba alrededor de una milla de la playa en la que yo estaba, y el barco parecía poder mantenerse a flote aún, quise subir a bordo para, al menos, salvar lo más necesario para mi uso.
Cuando bajé del árbol en que me había instalado, miré de nuevo a mi alrededor y lo primero que descubrí fue el bote, que, al parecer, el viento y el mar habían arrojado a tierra, a unas dos millas a mi derecha. Eché a andar por la playa lo más lejos que pude, para hacerme con el bote, pero resultó que me separaba de él un brazo de mar o recodo de la costa que tenía una media milla de ancho, y así, por el momento, volví atrás, estando más interesado en llegar hasta el barco, donde esperaba encontrar algo de que servirme para mi sustento inmediato.
Poco después del mediodía vi que el mar estaba tan calmado y que la marea había bajado tanto, que podía acercarme hasta a un cuarto de milla del barco; y en este punto sentí renovarse mi pesadumbre porque vi con toda evidencia que si hubiéramos seguido a bordo nos hubiésemos salvado todos, es decir, que todos hubiéramos llegado sanos y salvos a tierra y que yo no estaría ahora en esta situación tan lastimosa de verme desprovisto de toda ayuda y compañía, como me hallaba; esto hizo brotar de nuevo lágrimas de mis ojos, pero como éstas de poco me servían, decidí si era posible, llegar hasta el barco, y así me despojé de mis ropas, ya que el tiempo era extraordinariamente caluroso, y me metí en el agua, pero cuando llegué al barco, la dificultad fue aún mayor para saber cómo subir a bordo, porque al estar encallado se levantaba mucho del nivel del agua, y no tenía nada a mi alcance para agarrarme. Nadando le di la vuelta por dos veces, y la segunda descubrí un pequeño cabo de cuerda, que me extrañó no haber visto la otra vez, colgando de las cadenas de proa, tan bajo que con gran dificultad logré asirlo, y con la ayuda de esta cuerda trepé hasta el castillo de proa del barco. Allí vi que el barco hacía agua y que tenía no poca agua en la bodega, pero que se hallaba tan inclinado sobre un banco de arena dura, o mejor dicho, de tierra, que la popa se levantaba por encima del barco, mientras que la proa bajaba casi hasta el nivel del agua; debido a esto la parte trasera quedaba libre, y todo lo que había en esta parte estaba seco; porque el lector puede estar seguro de que lo primero que hice fue averiguar y ver qué es lo que se había estropeado y qué lo que seguía intacto; y en primer lugar descubrí que todas las provisiones del barco estaban secas y habían sido respetadas por el agua, y sintiéndome muy bien dispuesto para comer, fui hacia el pañol del pan y me llené los bolsillos de galletas, que iba comiéndome mientras me ocupaba de otras cosas, porque no tenía tiempo de perder; en el camarote grande encontré también ron, del que bebí un largo trago, que verdaderamente necesitaba no poco para animarme dado lo que aún me esperaba. Ahora lo único que quería era un bote para proveerme de muchas cosas que preveía me serían muy necesarias.
Era inútil quedarse allí quieto soñando con lo que no se podía conseguir, y esta urgencia me aguzó el ingenio. Llevábamos en el barco varias vergas de repuesto, y dos o tres grandes palos de madera y dos o tres masteleros también de repuesto; me decidí a poner manos a la obra y eché por la borda tantas de estas piezas como pude manejar por su peso, atándolas todas con una cuerda, a fin de que no pudiesen separarse; una vez hecho esto, bajé por el costado del barco, y tirando de ellas hacia mí até cuatro de ellas por las dos puntas, lo mejor que pude, en forma de balsa, y cruzando encima dos o tres tablas cortas, vi que podía andar perfectamente sobre la balsa,aunque no resistiría mucho peso, ya que las piezas eran demasiado ligeras; volví, pues, a mi trabajo , y con la ayuda de la sierra de carpintero, corté en tres, a lo largo, uno de los masteleros, y añadí los tres pedazos a mi balsa, no sin grandes penas y fatigas; pero la esperanza de proveerme de lo que necesitaba me animaba a hacer más de lo que hubiera sido capaz de hacer en otra ocasión.
Mi balsa era ya lo bastante sólida como para transportar cualquier peso razonable; luego, mi preocupación fue pensar en qué es lo que cargaría en ella, y cómo lo preservaría de la resaca del mar, aunque no dediqué mucho tiempo a reflexionar sobre esto. Primero puse todos los tablones o maderas que encontré, y habiendo considerado bien qué es lo que más necesitaba, primero cogí tres baúles de marineros, que había descerrajado y vaciado, y los bajé a la balsa; el primero lo llené de provisiones, es decir, pan, arroz, tres quesos de Holanda, cinco pedazos de carne seca de cabra que era lo que solíamos comer a bordo, y unos escasos restos de trigo europeo que habían sido dejados de lado por unas cuantas gallinas que habíamos embarcado con nosotros, pero las gallinas estaban muertas; llevábamos también cierta cantidad de cebada y de trigo candeal, todo mezclado, pero con gran decepción mía, después descubrí que las ratas se lo habían comido o lo habían echado a perder todo; en cuanto a los licores, encontré varias cajas de botellas pertenecientes a nuestro capitán, en las que había varios cordiales y, en total, unos cinco o seis galones de rack, éstas las coloqué aparte,

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