Dorothy vivía en medio de las grandes praderas de Kansas, con el tío Henry, que era granjero, y la tía Em, que era la mujer del granjero. Su casa era pequeña, ya que la madera para construirla había tenido que ser transportada en una carreta a lo largo de muchos kilómetros. Había cuatro paredes un suelo y un techo, lo que hacía una habitación, y esta habitación contenía una herrumbrosa cocina de carbón, un armario para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas, y las camas. El tío Henry y la tía Em tenían una cama grande en una esquina y Dorothy una cama pequeña en otra esquina. No había desván, ni tampoco sótano, salvo un pequeño agujero, cavado en el suelo, llamado sótano de los ciclones, donde podía protegerse la familia en caso de que se levantara uno de aquellos vendavales, lo bastante intensos como para aplastar cualquier edificio que se pusiera en su camino. A este sótano se llegaba por una trampilla que había en mitad de la habitación, de la que salía una escalerilla que conducía al pequeño y oscuro agujero.
Cuando Dorothy se paraba en el umbral de la casa y miraba a su alrededor, no veía otra cosa salvo la gran pradera gris que la rodeaba por todos lados. Ni un árbol, ni una casa interrumpían la ancha extensión de llanura que llegaba hasta el borde del cielo en todas direcciones. El sol había cocido la tierra labrada hasta convertirla en una masa gris, sobre la que se abrían pequeñas grietas. Ni siquiera la hierba era verde, ya que el sol había quemado las puntas de las largas briznas hasta dejarlas del mismo color gris que se veía por todas partes. La casa había sido pintada una vez, pero el sol había ampollado la pintura y las lluvias la habían ido borrando y ahora la casa estaba tan opaca y gris como todo lo demás.
L. Frank Baum, El mago de Oz, Alianza Editorial. Seleccionado por Laura Mahillo, segundo de Bachillerato, curso 2012/2013.
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