—Estoy segura de que no son ésas las palabras correctas -dijo la pobre Alicia, y se le llenaron los ojos de lágrimas otra vez, mientras proseguía-: Debo de ser Mabel, y me va a tocar vivir en esa casucha, sin casi juguetes para jugar, y, ¡ay!, ¡con un montón de lecciones que aprender! No, sobre eso estoy decidida: ¡si soy Mabel, me quedaré aquí abajo! ¡De nada les va a valer que asomen la cabeza y digan: «Sube ya, cariño»! Me limitaré a mirarlos, y les diré: «A ver, ¿quién soy? Decídmelo primero; entonces, si me gusta lo que decís, subiré; pero si no, me quedaré aquí hasta que sea otra...» pero, ¡Dios mío! -exclamó Alicia, con una súbita explosión de lágrimas-. ¡Ojalá asomen la cabeza! ¡Estoy cansadísima de estar aquí sola!
Al decir esto, se miró las manos, y se quedó sorprendida al ver que se había puesto uno de los pequeños guantes de cabritilla del Conejo mientras hablaba. «¿Cómo he podido hacerlo?» pensó. «He debido de estar haciéndome pequeña otra vez». Se levantó y fue a la mesa a medirse con ella, y descubrió que, por lo que podía calcular, tenía ahora como unos dos pies de altura, y que seguía disminuyendo a toda prisa: no tardó en comprobar que la causa de esto era el abanico que tenía en la mano, así que lo soltó apresuradamente, a tiempo de evitar su completa desaparición.
—¡Me he librado por los pelos! -dijo Alicia, bastante asustada ante el súbito cambio, pero muy contenta de verse todavía con vida-. Y, ahora, ¡al jardín! -y echó a correr a toda prisa hacia la puertecita; pero ¡ay!, la puertecita estaba cerrada otra vez, y la llavecita de oro estaba sobre la mesa de cristal como antes, «y la situación ahora ha empeorado», pensó la pobre niña,«ya que antes no era tan pequeña, ¡ni mucho menos! ¡Lo cual es una rabia, desde luego!»
Mientras decía estas palabras le resbaló el pie, y un instante después, ¡plash!, estaba en agua salada hasta la barbilla. Lo primero que pensó fue que, de alguna forma, se había caído al mar; «en cuyo caso puedo regresar en tren», se dijo (Alicia había ido a la playa una vez en su vida, y había llegado a la conclusión general de que, a cualquiera de las costas inglesas que una fuese, encontraría en el agua un montón de máquinas de bañarse, niños cavando en la arena con palitas de madera, luego una fila de hoteles, y detrás una estación de ferrocarril). Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que estaba en el charco de lágrimas que ella misma había derramado cuando medía nueve pies.
—¡Ojalá no hubiera llorado tanto! -dijo Alicia al tiempo que nadaba, tratando de salir-. ¡Ahora, en castigo me ahogaré en mis propias lágrimas! ¡Será una cosa muy rara, desde luego! Pero hoy todo resulta raro.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez, Primero de Bachillerato, curso 2015-16.
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