CAPÍTULO II
>>Una tarde, estando yo tumbado en la cubierta de mi vapor, oí unas voces que se aproximaban, y allí estaban el sobrino y el tío deambulando por la orilla. Recliné de nuevo la cabeza sobre el brazo, y ya me había quedado medio dormido cuando alguien dijo, casi en mi oído: "Soy tan inofensivo como un niño pequeño, pero no me gusta estar a las órdenes de nadie. Soy el director, ¿no es así? Se me ha ordenado enviarle allí. Es increíble"... Me di cuenta de que los dos estaban de pie en la orilla al lado de la proa de vapor, justamente debajo de mi cabeza. No me moví; no se me ocurrió moverme: estaba medio dormido. "Es muy desagradable", gruñó el tío. "Ha perdido a la Administración que le envíen aquí -dijo el otro- con la intención de demostrar de lo que era capaz: y a mí se me han dado instrucciones en ese sentido. Date cuenta de la influencia que debe tener ese hombre, ¿no es terrible?" Los dos convinieron en que era terrible, después hicieron varias observaciones extrañas: "Hacer lluvia y buen tiempo..., un hombre..., el Consejo..., a su antojo..." fragmentos de frases absurdas que vencieron mi somnolencia, de manera que ya había recuperado casi por completo la lucidez cuando el tío dijo: "El clima puede resolverte esa dificultad. ¿Está él solo allí? "Sí -respondió el director-; envió a su ayudante río abajo con una nota para mí en estos términos: 'Eche a este pobre diablo del país y no se moleste en enviarme más de esta clase. Prefiero estar solo a tener junto a mí al tipo de hombres de que usted puede disponer' Esto fue hace más de un año. ¿Puedes imaginarte semejante insolencia?" "¿Algo más desde entonces?", preguntó el otro, con voz ronca. "Marfil -respondió bruscamente el tío- a montones, y de primera clase, a montones. Sumamente fastidioso de su parte." "¿Y con ello?", preguntó la voz grave y sorda. "Factura", fue la respuesta disparada, por así decirlo. Después un silencio. Habían estado hablando de Kurtz.
>>Yo ya estaba bien despierto para entonces, pero como me hallaba comodísimamente tumbado, permanecí así, puesto que nada me inducía a cambiar de postura. "¿Cómo llegó ese marfil hasta aquí?", refunfuñó el de más edad, que parecía muy enojado. El otro explicó que había venido con una flota de canoas a cargo de un oficinista inglés mestizo que Kurtz tenía con él; que Kurtz al parecer había tenido la intención de venir él mismo, ya que la estación estaba por aquella época escasa de mercancías y reservas, pero que, después de recorrer trescientas millas había decidido repentinamente volver atrás, lo que empezó a hacer él solo en una pequeña piragua con cuatro remeros, dejando que el mestizo continuara río abajo con el marfil. Los dos individuos parecían maravillados de que alguien intentara tal cosa. No lograban dar con un motivo que la justificara. En cuanto a mí, me pareció ver a Kurtz por primera vez. Lo vislumbré un instante: la piragua, cuatro salvajes remando y el blanco solitario volviendo de repente la espalda a la oficina central, al descanso, a la idea del hogar tal vez; dirigiendo su mirada hacia las profundidades de la selva, hacia su vacía y desolada estación. Yo no conocía el motivo. Tal vez era simplemente un tipo estupendo que se aferraba a su trabajo por amor a él. Su nombre, os dais cuenta, no había sido pronunciado ni una sola vez. Era "ese hombre". Al mestizo, que por lo que pude ver había dirigido un difícil viaje con gran prudencia y valor, se hacía invariablemente alusión como a "ese canalla". El "canalla" había informado de que el "hombre" había estado muy enfermo y no se había recuperado del todo..., los dos que estaban debajo de mí se alejaron unos pasos y pasearon de acá para allá a corta distancia.
Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, Madrid, Catedra, Letras Universales, 2005, pág. 176-178.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez, Primero de Bachillerato, curso 2015-16.
No hay comentarios:
Publicar un comentario