lunes, 23 de mayo de 2016

Relato de Arthur Gordon Pym, Edgar Allan Poe

       

                                                           CAPÍTULO XIX

     

      Tardamos cerca de tres horas en llegar a la aldea, que estaba a más de tres millas en el interior, y el camino atravesaba una región escarpada. Mientras caminábamos, el grupo Too-wit (los ciento diez salvajes, en total, de las canoas) fue siendo reforzado de instante en instante pequeños destacamentos de dos, de seis o de siete individuos, que se nos unían, como por casualidad, en las diferentes revueltas del camino. Había en aquella conducta como un propósito sistemático que no pude dejar de mirar con recelo, y entonces hablé de mis inquietudes al capitán Guy. Pero era ahora demasiado tarde para retroceder, y convinimos, finalmente, en que nuestra mejor seguridad estaba en demostrar una confianza perfecta en la buena fe de Too-wit. En consecuencia, seguimos adelante, conservando los ojos muy abiertos ante los manejos de los salvajes y no permitiéndoles dividir nuestras filas por los empujones repentinos. Habiendo cruzado así un desfiladero escabrosos, llegamos al cabo de un grupo de viviendas que, según nos dijeron, eran las únicas existentes en la isla. Cuando estábamos a la vista de ellas, el jefe lanzó un grito, repitiendo con frecuencia la palabra Klock-klock, que supusimos sería el nombre de aquella aldea, o quizá el genérico empleado allí para todas las aldeas.
       Las casas eran del aspecto más miserable que puede imaginarse y diferenciándose en eso de las razas salvajes más inferiores que conozca nuestra humanidad, y no estaban construidas siguiendo un plan uniforme. Algunas de ellas (éstas pertenecían a los Wampoos o Yampoos, los grandes personajes de la isla) consistían en un árbol cortado a unos cuatro pies de la raíz, con una gran piel negra colocada por encima, que caía en blandos pliegues sobre la tierra. Allí debajo moraba el salvaje. Otras estaban hechas con ramas de árboles sin desbastar, conservando aún su follaje seco, colocadas de modo que se apoyasen inclinadas, en un ángulo de cuarenta y cinco grados, sobre un banco de barro amontonado sin la menor preocupación de forma regular, a una altura de cinco o seis pies. Otras eran simples agujeros abiertos perpendicularmente en la tierra y recubiertos de ramaje semejante, que el habitante de la vivienda tenía que apartar para entrar, y que debía después volver a colocar.
      Algunas estaban hechas con las ramas ahorquilladas de los árboles, tal como crecían, estando las ramas superiores cortadas a medias y cayendo sobre las inferiores, de manera a formar un cobijo más espeso contra el mal tiempo. La mayor parte, sin embargo, consistía en pequeñas y poco profundas cavernas cavadas, al parecer, en la superficie de una áspera pared de piedra negra, semejante a la tierra de batán, con que estaban circundados tres de los lados de la aldea. A la entrada de cada una de aquellas cavernas primitivas había una pequeña roca, que el morador colocaba cuidadosamente ante la abertura cada vez que abandonaba su vivienda -no pude saber con qué propósito-, pues la piedra no era nunca del suficiente tamaño para cerrar más que una tercera parte de la abertura.



    Edgar Allan Poe, Relato de Arthur Gordon Pym, Barcelona, Planeta, 1987, pág. 171
    Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016

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