lunes, 30 de mayo de 2016

La línea de sombra, Joseph Conrad

         Sólo los jovénes conocen momentos semejantes. No quiero decir los muy jovénes, no; pues éstos, a decir verdad, no tienen momentos.Vivir más allá de sus días,en esa magnífica continuidad de esperanza que ignora toda pausa y toda introspección, es privilegio de la primera juventud.
         Cierra uno tras sí la puertecita de la infancia, y penetra en un jardín encantado.Hasta sus mismas sombras tienen un resplandor de promesa.Cada recodo del sendero posee su seducción.Y no a causa del atractivo que ofrece un país desconocido, pues de sobra sabe uno que por allí ha pasado la corriente de la humanidad entera.Es el encantado de una experiencia universal, de la esperamos una sensación extraordinaria y personal, la revelación de un algo de nuestro yo.
         Llenos de ardor y de alegría, caminamos, reconociendo las lindes de nuestro predecesores, aceptando tal como se presentan la buena suerte y la mala-las duras-las duras y las maduras, como suele decirse-, el pintoresco destino común que tantas posibilidades guarda para el que las merece, cuando no simplemente para el afortunado. Sí, caminamos, y el tiempo también camina, hasta que, de pronto, vemos ante nosotros una línea de sombra advirtiéndonos que también habrá que dejar tras de nosotros la región de nuestra primera juventud.
          Este periodo de la vida en que suelen sobrevenir aquellos momentos de que hablaba. ¿Cuáles? ¡Cuáles van a ser!: esos momentos de hastío, de cansancio, de descontento; momentos de irreflexión. Es decir, esos momentos en que los aún mozos propenden a cometer actos irreflexivos, tales como el matrimonio improvisado o el abandono de un empleo, sin razón alguna para ello.


     Joseph Conrad, La línea de sombra, Madrid, Brugueras, Cátedra, 1998, pág 197.
     Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, Primero de bachillerato, curso 2015-2016

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