viernes, 24 de noviembre de 2017

Otra vuelta de tuerca, Henry James



     Hasta el día siguiente no hablé con la señora Grose; el rigor con que mantenía a mis alumnos al alcance de mi vista solía dificultarme conversar con ella en privado, y mucho más conforme apreciamos la convivencia de no despertar -ni en los servicios ni en los niños- la menor sospecha de alarma de nuestra parte ni de conversaciones misteriosas. En este sentido, su placidez me daba gran seguridad. Nada en la frescura de su cara podía traspasar a los demás mis horribles confidencias. Ella me creía, de eso estaba absolutamente convencida; de no ser así, no sé qué habría ocurrido, pues no habría sabido desenvolverme sola. Pero ella constituía un magnífico monumento a la santa falta de imaginación, y sin en nuestros pupilos sólo veía su belleza y amabilidad, su felicidad e inteligencia, tampoco tenía comunicación directa con los motivos de mi angustia. De haber padecido ellos un daño visible o de haber sido maltratados, sin duda se hubiera crecido como un halcón, hasta ponerse a su altura; sin embargo, tal como estaban las cosas, cuando vigilaba a los niños con sus grandes brazos blancos cruzados con la habitual serenidad de su mirada, la sentía dar gracias a la bondad de Dios porque, aunque en ruinas, sus piezas aún sirvieran, en su mente, los vuelos de la imaginación daban lugar a un frío calo sin llama, y yo estaba empezando a percibir cómo, al crecer el convencimiento de que -conforme pasaba el tiempo sin incidentes manifiestos- nuestros jóvenes podrían cuidarse solos, después de todo, ella podía dedicar la mayor parte de su atención al triste caso de la institutriz. Para mí, esto simplificaba las cosas: podía comprometerme a que mi rostro no delatara lo que ocurría al exterior, pero en aquellas condiciones hubiera sido una enorme tensión adicional estar pendiente de que ella tampoco las contara.
     En la ocasión a que me refiero, la señora Grose me acompañaba, a petición mía, en la terraza donde, con el cambio de estación, ahora era agradable el sol de la tarde; y estábamos sentadas allí mientras, delante de nosotras, a cierta distancia, pero al alcance de la voz, los niños corrían de un lado a otro con el humor de lo más dócil. se movían lentamente y al unísono bajo nuestra mirada; el niño leía un libro de cuentos y pasaba el brazo alrededor de la hermana para mantenerla atenta. La señora Grose los observaba evidentemente complacida; luego sorprendí el sofocado gruñido con que conscientemente se volvió hacia mí para que le enseñara la otra cara de la moneda.




Henry james, (Otra vuelta de tuerca), Penguin, clásicos, 1898, páginas 103-104.

Seleccionado por: Jorge Egüez Yabita, primero de bachillerato, curso 2017-2018



   

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