No llevaba en casa arriba de diez días, cuando el capitán William Robinson, de Cornwall, comandante del Hope Well, sólido barco de trescientas toneladas, se presentó a verme. Yo había sido ya médico en otro barco que él patroneaba, y navegado a la parte, con un cuarto del negocio, durante una travesía a Levante. Me había tratado siempre más como a hermano que como a subordinado, y, enterado de mi llegada, quiso hacerme una visita, puramente de amistad por lo que pensé, ya que en ella sólo ocurrió lo que es natural después de largas ausencias. Pero repetía sus visitas, expresando su satisfacción por encontrarme con buena salud, preguntando si me había establecido ya por toda la vida y añadiendo que proyectaba una travesía a las Indias orientales para dentro de dos meses; viniendo, por último, a invitarme francamente, aunque con algunas disculpas, a que fuese yo el médico del barco. Díjome que tendría otro médico a mis órdenes, aparte de nuestros dos ayudantes; que mi salario sería doble de la paga corriente, y que, como sabía que mis conocimientos, en cuestiones de mar por lo menos, igualaban los suyos, se avendría a cualquier compromiso de seguir mi consejo en iguales términos que si compartiésemos el mando.
Me dijo tantas amables cosas, y yo le conocía como hombre tan honrado, que no pude rechazar su propuesta; tanto menos cuanto que el deseo de ver mundo seguía en mí tan vivo como siempre. La única dificultad que quedaba era convencer a mi esposa, cuyo consentimiento, sin embargo, alcancé al fin, con la perspectiva de ventajas que ella expuso a los hijos.
Emprendimos el viaje el 5 de agosto de 1706, y llegamos a Fort St. George el 11 de abril de 1707. Permanecimos allí tres semanas para descanso de la tripulación, de la cual había algunos hombres enfermos. De allá fuimos a Tonquín, donde el capitán decidió seguir algún tiempo, pues muchas de las mercancías que quería comprar no estaban listas, ni podía esperar que quedasen despachadas en varios meses. En consecuencia, para compensar en parte los gastos que había de hacer, compró una balandra y me dio autorización para traficar mientras él concertaba sus negocios en Tonquín.
No habíamos navegado arriba de tres días, cuando se desencadenó una gran tempestad, que nos arrastró cinco días al Nornordeste, y luego al Este; después de lo cual tuvimos tiempo favorable, aunque todavía con viento bastante fuerte por el Oeste. En el décimo día nos vimos perseguidos por dos barcos piratas, que no tardaron en alcanzarnos, pues la balandra iba tan cargada que navegaba muy despacio, y nosotros tampoco estábamos en condiciones de defendernos.
Fuimos abordados casi a un tiempo por los dos piratas, que entraron ferozmente a la cabeza de sus hombres; pero hallándonos postrados con las caras contra el suelo -lo que di orden de hacer-, nos maniataron con gruesas cuerdas y, después de ponernos guardia, marcharon a saquear la embarcación.
Advertí entre ellos a un holandés que parecía tener alguna autoridad, aunque no era comandante de ninguno de los dos barcos. Notó él por nuestro aspecto que éramos ingleses, y hablándonos atropelladamente en su propia lengua juró que nos atarían espalda con espalda y nos arrojarían al mar. Yo hablaba holandés bastante regularmente; le dije quién era y le rogué que, en consideración a que éramos cristianos y protestantes, de países vecinos unidos por estrecha alianza, moviese a los capitanes a que usaran de piedad con nosotros. Esto inflamó su cólera; repitió las amenazas y, volviéndose a sus compañeros, habló con gran vehemencia, en idioma japonés, según supongo, empleando frecuentemente la palabra cristianos.
El mayor de los dos barcos piratas iba mandado por un capitán japonés que hablaba el holandés algo, pero muy imperfectamente. Se me acercó, y después de varias preguntas, a las que contesté con gran humildad, dijo que no nos matarían. Hice al capitán una profunda reverencia, y luego, volviéndome hacia el holandés, dije que lamentaba encontrar más merced en un gentil que en un hermano cristiano. Pero pronto tuve motivo para arrepentirme de estas palabras, pues aquel malvado sin alma, después de pretender en vano persuadir a los capitanes de que debía arrojárseme al mar -en lo que ellos no quisieron consentir después de la promesa que se me había hecho de no matarnos-, influyó, sin embargo, lo suficiente para lograr que se me infligiese un castigo peor en todos los humanos aspectos que la muerte misma. Mis hombres fueron enviados, en número igual, a ambos barcos piratas, y mi balandra, tripulada por nuevas gentes. Por lo que a mí toca, se dispuso que sería lanzado al mar, a la ventura, en una pequeña canoa con dos canaletes y una vela y provisiones para cuatro días -éstas tuvo el capitán japonés la bondad de duplicarlas de sus propios bastimentos-, sin permitir a nadie que me buscase. Bajé a la canoa, mientras el holandés, de pie en la cubierta, me atormentaba con todas las maldiciones y palabras injuriosas que su idioma puede dar de sí.
Como una hora antes de ver a los piratas había hecho yo observaciones y hallado que estábamos a una latitud de 46º N. y una longitud de 183. Cuando estuve a alguna distancia de los piratas descubrí con mi anteojo de bolsillo varias islas al Sudeste. Largué la vela con el designio de llegar, aprovechando el viento suave que soplaba, a la más próxima de estas islas, lo que conseguí en unas tres horas. Era toda peñascosa; encontré, no obstante, muchos huevos de pájaros, y haciendo fuego prendí algunos brezos y algas secas y en ellos asé los huevos. No tomé otra cena, resuelto a ahorrar cuantas provisiones pudiese. Pasé la noche al abrigo de una roca, acostado sobre un poco de brezo, y dormí bastante bien.
Al día siguiente navegué a otra isla, y luego a una tercera y una cuarta, unas veces con la vela y otras con los remos. Pero, a fin de no molestar al lector con una relación detallada de mis desventuras, diré sólo que al quinto día llegué a la última isla que se me ofrecía a la vista, y que estaba situada al Sudsudeste de la anterior. Estaba esta isla a mayor distancia de la que yo calculaba, y no llegué a ella en menos de cinco horas. La rodeé casi del todo, hasta que encontré un sitio conveniente para tomar tierra, y que era una pequeña caleta como de tres veces la anchura de mi canoa. Encontré que la isla era toda peñascosa, con sólo pequeñas manchas de césped y hierbas odoríferas. Saqué mis exiguas provisiones, y, luego de haberme reconfortado, guardé el resto en una cueva, de las que había en gran número. Cogí muchos huevos por las rocas y reuní una cierta cantidad de algas secas y hierba agostada, que me proponía prender al día siguiente para con ella asar los huevos como pudiera -pues llevaba conmigo pedernal, eslabón, mecha y espejo ustorio-. Descansé toda la noche en la cueva donde había metido las provisiones. Fueron mi lecho las mismas algas y hierbas secas que había cogido para hacer fuego. Dormí muy poco, pues la intranquilidad de mi espíritu pudo más que mi cansancio y me tuvo despierto. Consideraba cuán imposible me sería conservar la vida en sitio tan desolado y qué miserable fin había de ser el mío. Con todo, me sentía tan indiferente y desalentado, que no tenía ánimo para levantarme, y primero que reuní el suficiente para arrastrarme fuera de la cueva, el día era muy entrado ya.
Paseé un rato entre las rocas; el cielo estaba raso completamente, y el sol quemaba de tal modo, que me hizo desviar la cara de sus rayos; cuando, de repente, se hizo una oscuridad, muy distinta, según me pareció, de la que se produce por la interposición de una nube. Me volví y percibí un vasto cuerpo opaco entre el sol y yo, que se movía avanzando hacia la isla. Juzgué que estaría a unas dos millas de altura, y ocultó el sol por seis o siete minutos; pero, al modo que si me encontrase a la sombra de una montaña. No noté que el aire fuese mucho más frío ni el cielo estuviese más oscuro. Conforme se acercaba al sitio en que estaba yo, me fue pareciendo un cuerpo sólido, de fondo plano, liso y que brillaba con gran intensidad al reflejarse el mar en él. Yo me hallaba de pie en una altura separada unas doscientas yardas de la costa, y vi que este vasto cuerpo descendía casi hasta ponerse en la misma línea horizontal que yo, a menos de una milla inglesa de distancia. Saqué mi anteojo de bolsillo y pude claramente divisar multitud de gentes subiendo y bajando por los bordes, que parecían estar en declive; pero lo que hicieran aquellas gentes no podía distinguirlo.
El natural cariño a la vida despertó en mi interior algunos movimientos de alegría, y me veía pronto a acariciar la esperanza de que aquel suceso viniese de algún modo en mi ayuda para librarme del lugar desolado y la triste situación en que me hallaba. Pero, al mismo tiempo, difícilmente podrá concebir el lector mi asombro al contemplar una isla en el aire, habitada por hombres que podían -por lo que aparentaba- hacerla subir o bajar, o ponerse en movimiento progresivo, a medida de su deseo. Pero, poco en disposición entonces de darme a filosofías sobre este fenómeno, preferí más bien observar qué ruta tomaba la isla, que parecía llevar quieta un rato. Al poco tiempo se acercó más, y pude distinguir los lados de ella circundados de varias series de galerías y escaleras, con determinados intervalos, como para bajar de unas a otras. En la galería inferior advertí que había algunas personas pescando con caña y otras mirando. Agité la gorra -el sombrero se me había roto hacía mucho tiempo- y el pañuelo hacia la isla; cuando se hubo acercado más aún, llamé y grité con toda la fuerza de mis pulmones, y entonces vi, mirando atentamente, que se reunía gentío en aquel lado que estaba enfrente de mí. Por el modo en que me señalaban y en que me indicaban unos a otros conocí que me percibían claramente, aunque no daban respuesta ninguna a mis voces. Después pude ver que cuatro o cinco hombres corrían apresuradamente escaleras arriba, a la parte superior de la isla, y desaparecían luego. Supuse inmediatamente que iban a recibir órdenes de alguna persona con autoridad para proceder en el caso.
Aumentó el número de gente, y en menos de media hora la isla se movió y elevó, de modo que la galería más baja quedaba paralela a la altura en que me encontraba yo, y a menos de cien yardas de distancia. Adopté entonces las actitudes más suplicantes y hablé con los más humildes acentos, pero no obtuve respuesta. Quienes estaban más próximos, frente por frente conmigo, parecían personas de distinción, a juzgar por sus trajes. Conferenciaban gravemente unos con otros, mirándome con frecuencia. Por fin, uno de ellos me gritó en un dialecto claro, agradable, suave, no muy diferente en sonido del italiano; de consiguiente, yo contesté en este idioma, esperando, al menos que la cadencia seria más grata a los oídos de quien se me dirigía. Aunque no nos entendimos, el significado de mis palabras podía comprenderse fácilmente, pues la gente veía el apuro en que me encontraba.
Me hicieron seña de que descendiese de la roca y avanzase a la playa, como lo hice; fue colocada a conveniente altura la isla volante, cuyo borde quedó sobre mí; soltaron desde la galería más baja una cadena con un asiento atado al extremo, en el cual me sujeté, y me subieron por medio de poleas.
JONATHAN_SWIFT, Los viajes de Gulliver, tercera parte, capítulo primero, http://es.wikisource.org/wiki/Los_viajes_de_Gulliver:_Parte_III,_Cap%C3%ADtulo_I
(Seleccionado por Cristina Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, curso 2009-2010)
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